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La historia de siempre.

Supongo que todo es por culpa de estos sueños febriles, que nos hacen ver lo que no es, esos pequeños lapsos de tiempo en los que las agua del río parecen calmarse y podemos saborear el oxígeno y dar gracias.

La vida siempre prefiere irse con otros, igual que tú, igual que lo hizo ella.

Tengo ganas de sentir de nuevo su lengua contra la mía luchando por ver quién gana, tengo ganas de escuchar su risa destrozándome el corazón sin que tenga que doler y sus manos arriando velas en mi espalda.

Seguro que esta noche la orquesta suena en algún lugar y no la estamos escuchando. Seguro que todo esto no es más que un crucigrama que tengo que resolver en un tiempo limitado.

La cama está empapada y no es porque tú estés conmigo. Han vuelto a venir las pesadillas para reírse de mí, como hacen todos. Algún día, si es que soy capaz de confesarte mis temores, te diré de qué tratan y si sales en ellas.

El viento de poniente me sopla tu nombre y se lo lleva lejos, y qué le vamos a hacer, es el cuento que leo cada noche. Alguien espera mientras el otro hace su vida. Para uno se detiene el tiempo y para el otro corre de la misma forma que lo hace todos los días.

Y la hierba sigue creciendo, y hay quienes siguen muriendo en habitaciones de hotel y la gente continua escribiendo canciones de amor que ni nos conocen ni lo harán nunca. Y al final me sigues destrozando como si no pasara nada, y acabaré convertido en arena y espuma de mar.

Hay días que me siento tan estúpido en este infierno de sal y metal, que pienso que debería romper la cuerda y tirar la cerilla contra el bidón de gasolina.

Usar la fuerza, romper cristales, llorar con ganas.

Pero siempre me puede el miedo y ruge fuerte atrapado en estos barrotes hechos de carne y sentimientos encontrados, como yo cuando estoy contigo.

Yo ya sé todo lo que va a pasar, lo sé desde antes de que sucediera.

Y esta parada puede ser la de fin de trayecto.

Sin más.

Yo ya sé cómo acaba la historia, sin tener ni idea de predicciones y profecías.

Es que esta, al final, es la historia de siempre y la conozco demasiado bien como para no tratar de amortiguar el golpe mortal.

De la misma rama.

No somos de la misma rama.

Tú de ciencias, yo sin saber nada de números.

No estamos hechos del mismo palo.

Somos la antítesis, antónimos, las diferentes caras de una misma baraja.

Pero aún así, se me queda cara de póker cuando me besas sin avisar.

Somos contrarios, como la complejidad de Bach y la sencillez eficaz de Mozart.

Y al mismo tiempo, somos iguales.

Nos gusta cogernos de la mano, abrazarnos por la cintura, plantarnos un beso y mirarnos sin miedo.

Nos gusta bebernos las noches de sábado en pequeñas cantidades, nos gusta paladearnos con calma y también con prisa, y quitarnos la ropa justo al cerrar la puerta.

Nos gusta dejar la realidad tras las ventana, rompernos encima de una cama, jugar con un corazón en llamas.

Y sobre todo, nos gusta el camino que hay que ir construyendo antes de ser capaces de avanzar.

Los días, las horas, nuestros sueños, los vamos tejiendo con cada gesto.

Y lo tenemos claro.

Vamos desmontando mitos, deshaciendo nudos, desgastando frenos porque conducimos cuesta abajo.

Y navegamos con el viento a favor, o quizá no.

Pero no vamos a pensar, sólo vamos a actuar.

Vamos a decidir esta vez, vamos a ser sinceros, vamos a gritarnos la verdad mientras nos mordemos las lenguas, mientras enredamos nuestros dedos y nos deshacemos en sudor.

No somos de la misma rama, somos diferentes.

Pero da igual cuando nos acariciamos a oscuras, nos susurramos al oído y nos despierta el sol porque nos hemos dejado la persiana sin bajar. Y nos da igual, porque somos capaces de follar mientras reímos y de lavarnos los dientes sin dejar de mirarnos en el espejo, como idiotas.

Hemos visto las siete diferencias desde el primer día, y no hay máscaras ni mentiras. No somos iguales, pero tampoco lo necesito porque me gustan nuestras diferencias.

Me gusta no ser de la misma rama, ni del mismo árbol, ni del mismo bosque.

Y sin embargo, echar raíces contigo.

Escrito para Krakens y sirenas y publicado el 02 de Junio de 2016.

Otra noche que acaba en Réquiem.

Al final del día se me amontonan las preguntas, sigue habiendo demasiadas cosas que no me atrevo a decir en voz alta y cuando llega la medianoche tengo que taparme la cara con la almohada y gritar, gritarme a mí mismo por volver a equivocarme.

Al parecer he decidido de manera inconsciente hacerme amigo de cada una de las piedras con las que tropiezo, y convertirme así en un obstáculo para los demás. Ahora soy yo el que está en medio del camino y no deja avanzar al resto. Será porque siempre llego tarde, porque nunca es mi momento, porque tengo demasiadas cicatrices que sangran sin que lo pueda evitar.

Estoy desubicado, y ningún sitio es casa, es refugio, es hogar. Vivo en coordenadas poco precisas, en bosques perdidos que no salen en los mapas. Vivo en el margen de un volcán a punto de entrar en erupción y volveré a ser lava y cenizas cuando no vuelva a verte, cuando el adiós salga de tus labios.

En este punto muerto, en el tiempo de descanso de este partido que no acaba, ni siquiera puedo aferrarme a una mano que me ayude a trepar el muro y salir del pozo. Y las normas son estrictas, no hay sonrisas cuando pasan las tres de la tarde.

Sigo viviendo a oscuras, y no sé cómo escapar de esta cárcel, no tengo ni idea de cómo voy a romper tanto puto barrote, tanta cadena, tanta camisa de fuerza. No tengo ni puta idea de cómo voy a devolver tanto golpe bajo, tantos puñetazos en la boca del estómago, tanto revés que me ha dejado sin dientes.

Sólo tengo ganas de correr y perderme en cualquier bar donde beber hasta quedarme inconsciente, y olvidarme de tu nombre y del mío, y de todos estos latidos. Sólo tengo ganas de convertirme en polvo y que soples, para poder irme lejos.

La de hoy sólo es otra noche que acaba en Réquiem, otra noche en la que el muerto soy yo.

Enemigo público.

La noche era demasiado oscura y brumosa como para que estuviera seguro de que seguía solo, por eso corría, por eso su respiración le quemaba en el esófago y le resonaba en los oídos, como lo hacían las últimas palabras de ella antes de irse para siempre. Sentía el corazón bombeando la sangre a todas sus extremidades y el frío en las orejas. Sus músculos fatigados viniendo poco a poco a menos, el cansancio saludando en su cerebro, molestando, evitando que pueda concentrarse en esa huida que probablemente no salga bien.

Otra carrera a contrarreloj de la que no va a salir vivo. Otra huida que se va a quedar en vano intento.

Apenas tuvo tiempo tras una esquina para ver el muro que se elevaba ante él y le cortaba el paso. Golpeó con su puño derecho los ladrillos, con rabia, blasfemando en voz alta porque estaba perdido. De pronto sabía que no había nada que hacer y que no podría salir ileso de aquel combate.

La taquicardia de reconocer su propio rostro en el enemigo.

La bocanada de aire de después de abrir los ojos empapado en sudor, observando el techo blanco de la habitación. El miedo a verte convertido en el malo de esta historia, el temor a no poder vencerse nunca a uno mismo. Nos arrastramos, arrastramos nuestras vidas pasadas, nuestras relaciones, los vicios y tics de nuestros padres. Arrastramos mochilas llenas de piedras que nos parten la espalda y nos dejan tumbados en medio del camino.

Y entre tanta carga, tanta responsabilidad, tanta conciencia muerta, giras el rostro y ves un tímido rayo de sol queriendo colarse por la persiana, y te ves obligado a preguntarte si algún día todo va a cambiar. Y preguntas en voz baja porque nunca se sabe.

Encadenados a nuestros propios y desesperados pensamientos, inmóviles entre la corriente, viendo cómo poco a poco el siglo XX queda cada vez más lejos y nada ha cambiado tanto como decían.

Abres los ojos otro día y te ves incapaz de transformar tu vida e ideas, prefieres dejar las ventanas cerradas y seguir oliendo a humedad y miedo añejo. Prefieres mirarte al espejo y seguir lamentándote porque las cadenas pesan demasiado.

No sé tú pero yo voy a dejarme caer esta vez, con algo de suerte, por fin, se abrirán las alas.

Uno menos, otro más.

La lluvia amortiguaba sus pasos sobre el pavimento, el barri Gòtic de noche parecía tenebroso, las torres-campanario de la catedral de la Santa Cruz y Santa Eulàlia emergían de entre las sombras como si tuvieran vida propia. El ruido y el agua le venían bien para ocultarse entre la gente que volvía a sus casas, dejando las estrechas y peatonales calles desiertas. Paso tras paso, evitando los charcos, evitando hacer más ruido y caminar más rápido que lo haría cualquier otra persona a aquellas horas de la noche. Todavía no eran las diez, pero la tormenta hacía que la gente buscara refugio en sus hogares antes de lo habitual. El agua fresca de Abril le daba en la cara, haciendo que se secara los ojos con el dorso de la mano de vez en cuando. Seguía a un hombre de estatura media, de piel morena y pelo oscuro, un par tatuajes asomaban por su cuello, le daban un aspecto algo fiero sin que llegara a llamar la atención. Por su forma de caminar parecía tener algún problema en la rodilla derecha, cojeaba levemente, con un ritmo parecido al del compás de tres por cuatro.

Alzó la vista para fijarse en las cámaras que había instaladas por las calles. Jodida Barcelona. Suspiró brevemente, aprovechando para quitarse un par de mechones de pelo de la cara. Ya se había empapado por completo, pero no por eso iba a dejar de cumplir con su cometido aquel día. Metió una de las manos en la chaqueta, haciendo como que buscaba algo, a refugio en un pequeño balcón que paraba la fuerza del agua. Sacó la pistola con silenciador, una nueve milímetros que serviría de sobra para lo que había venido a hacer. El hombre se detuvo en un portal pequeño, cuyas puertas estaban pintadas por un graffiti que no debería ni tan siquiera llevar ese nombre, un par de letras mal hechas habían servido para satisfacer algún ego de delincuente juvenil. Con tranquilidad caminó hacia el hombre hasta ponerse a sus espaldas y apretar el gatillo con un dedo enguantado justo cuando abría la puerta. La nuca recibió el proyectil a quemarropa, y aprovechó así la inercia del cuerpo para que cayera dentro del patio, y seguir su camino. Guardó el arma con disimulo en el bolsillo interno mientras el olor a pólvora quemada se le incrustaba en el nervio olfatorio y también en la memoria. Uno menos. Otro más. Se repetía.

Al doblar la siguiente esquina se resguardó en otro portal, y tomó aire durante unos segundos. Pensó con calma cuál era ahora su mejor opción. Metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar sin prisas bajo la lluvia, observando el suelo, observando sus propios pasos sobre la superficie desgastada por el paso diario de miles de turistas. Se negó a pensar en lo que había hecho para que la culpa no asomara aquella noche. Sacó el teléfono y marcó el número de siempre.

–Eliminado.

–Aprendes rápido, Espectro de Seda.

Odiaba que le llamara así, Espectro de Seda nunca había sido uno de sus personajes favoritos de Watchmen, pero calló y colgó intentando borrar la risa críptica que siempre se escapaba al otro lado de la línea después de que la llamara de esa forma. Tiró el teléfono en la siguiente alcantarilla y siguió de vuelta a casa. Una ducha caliente le esperaba para borrar todos sus pecados.

Uno menos. Otro más.


El anterior es un fragmento de una novela en gestación.

Ahora entiendo por qué a Bécquer le obsesionaban las pupilas.

Son las dos y media de la madrugada y hace horas que debería estar durmiendo. No es mi día, ni tampoco mi semana, o eso pienso desde que empezó el lunes a las siete de la mañana. Cansado, trastocado por una vida que a veces me decepciona más de lo que la gente cree, y con unas ojeras que no me hacen justicia. Podría parecer un muerto de hambre cualquiera si sólo me miras de pasada, muy lejos de la realidad. Lo cierto es que llevo la cartera llena y estoy dispuesto a dejarme medio sueldo en aquel sitio con tal de olvidarme un poco de tanta mierda, de las mentiras rutinarias, de la máscara que llevo a todas horas.

Nuestras miradas se cruzan en el pub durante unos segundos, yo la observo y ella a mí, y tengo miedo. Trago saliva y miro el vaso de whisky con hielo que sujeto en la mano. Ella tiene esos ojos que te empujan al abismo, unas pupilas que son como balas directas al corazón. Me ha revuelto el estómago y tengo náuseas, siempre me pasa con las mujeres como ella, aunque dudo que en este caso haya alguien como ella. Me bebo el resto del vaso de un trago y cuento hasta diez antes de seguir sus pasos. Sus ojos se me han quedado clavados, los tengo guardados en la retina, son de esos que no olvidas. Una mirada azul que es como un par de espadas que te penetran, que traspasan los pulmones y dan una estocada mortal. Tiene unos ojos que pueden enamorarte por sí solos, sin necesidad de que abra la boca, sin decir ni una palabra es capaz de transmitir mucho más que cualquiera con un largo discurso.

Sus tacones van haciendo ruido delante de mí y miro el ritmo con el que camina, el movimiento de su cadera, cómo ondea su pelo de manera victoriosa. Está tan segura de sí misma que yo me voy haciendo pequeño, que en cualquier momento podría desaparecer en el asfalto que va dejando con sus pasos. Puedo oler su perfume desde la distancia, y me doy cuenta que no he descubierto en ella todavía el fallo que me haga dejar de seguirla, que me haga recapacitar y volver al taburete de la barra. 

Se gira en la siguiente esquina y me mira con una sonrisa marcada en sus labios pintados de rojo. Casi puedo sentir que me tiemblan las piernas, que tengo un nudo en la garganta. Me pide fuego para un cigarro y le entrego el mechero, como si no quiere devolvérmelo, con tal de que me siga mirando así le daría la vida. Ella apenas habla, es más de actuar, de observar, de acariciar, y de besar, y yo me dejo hacer. Ni me doy cuenta de que acabamos en mi casa hasta que veo mi ropa en el suelo de la habitación y a ella sobre mí, a contraluz, dejándose llevar sin ningún tipo de pudor. Uno, dos, tres orgasmos cuento durante el resto de la noche, hasta que sale el sol.

Cerrar los ojos es la despedida, el último adiós, o quizá sólo el primero de muchos. Al despertar ella ya no está pero su perfume sigue allí, instalado en medio de mi habitación, en las sábanas, en mi cuerpo. Lo único que sé es que no voy a olvidar ese azul, que ahora la voy a buscar al cruzar cualquier calle, al doblar cualquier esquina, que volveré a beber whisky en aquel pub por si no era sólo una simple coincidencia.

Maldita sean sus pupilas, maldita ella, la mujer perfecta.