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Ser nada.

Hoy he soñado que caía al vacío y nunca acababa, tenía un nudo en el estómago constantemente que no me dejaba respirar ni gritar. Los ojos abiertos buscando un punto de anclaje que no encuentro.

Me he despertado con la sensación de recibir un golpe con maza en el pecho, mirando al techo en la oscuridad de una habitación que me asfixia, sin ser capaz de buscar un poco de oxígeno en el espacio.

Hay quien se acostumbra a los contratiempos pero no es mi caso. Cada cierto tiempo el puente de madera sobre el que camino se desvanece y tengo que correr hacia atrás para poder volver a empezar cuando se reconstruye.

Y el cuento nunca cambia.

Ahora estoy jugando a no ser, existir simplemente mientras dejo que me crezcan cristales en las tripas y van desgarrándome poco a poco. Sin ser capaz de plantar cara, sin tener recursos suficientes como para sacarlos uno a uno e intentar que no se infecten las heridas.

Abrir los ojos sin tener nombre, ni rostro.

Estar vacío de sentimientos y de ideas.

Dedicarme a deambular por la existencia sin ninguna meta final ni objetivo concreto.

Ser como una roca en la costa que sólo deja que la golpeen las olas del mar.

Un crucifijo de piedra perdido en la montaña.

Una espina que se enquista.

Una mota de polvo que se mece con el viento.

Una raíz muerta en medio de la senda.

El esqueleto de un nido en la rama de un árbol.

Estoy todavía acostumbrándome a la luz blanca y cegadora de este vacío en el que trato de ser nada.

Sigo cayendo en picado, como en el sueño, pero ahora tengo los ojos abiertos.

Podría ser peor, podría estar vivo.

Algunos periodistas sin corazón.

Carroñeros, depredadores ante la desgracia ajena, que huelen la sangre y se abalanzan sobre los restos para repartirse la carne. La aversión que siento cuando veo a los medios regodeándose en la desgracia de las familias se sale de cualquier escala de medición conocida, estoy seguro. No es nada nuevo lo de la poca ética de según qué personas pero siempre me sorprende porque no hay techo, el límite avanza hasta caer por el acantilado.

Los terremotos de información también dejan muertos. Padres, hermanos, amigos, abuelos, que tienen que soportar ver su intimidad expuesta en las pantallas como si no fuera suficiente con pasar por un hecho traumático que te cambia la vida por completo, que te deja frágil y sin consuelo para el resto de los años que te queden en este puto mundo. La jauría ladra, muerde, araña con fuerza y ataca sin piedad y sin control, porque como siempre los efectos colaterales no se valoran lo suficiente.

Tenemos claro que sufre el que se queda, el que tiene que sobrevivir al día a día con la ausencia, con un agujero en las entrañas que no se puede llenar.

Me parece lamentable que se den a conocer detalles pormenorizados de un padre, una madre y sus relaciones, de sus trabajos, de sus compañías, de sus abuelos, tíos y primos, de sus problemas, de sus costumbres. Como si fuera necesario, como si necesitáramos conocer la vida privada de una familia recién golpeada por el dolor. Como si fuéramos alguien para juzgar la vida de otros sin habernos lavado las manos y la boca antes. Como si la opinión pública necesitara para su desarrollo normal datos que sólo atañen al ámbito judicial y a quienes están inmersos en la instrucción del caso.

Y siento náuseas, de pensar que hay buitres observando datos de audiencia, refrescando las estadísticas de una página web, viendo subir el número de retuits o de posts compartidos.

Siento asco por una parte del mundo periodístico que no tiene corazón y también rabia porque nunca se aprende, nunca deja de sacarse tajada de este tipo de crímenes y al final todo se trata del mismo modo sensacionalista sin importar que te llames Miriam, Toñi, Desiré, Marta del Castillo, Ruth y José, Diana Quer o Gabriel.

Siento repulsión al ver que todos nos creemos jueces, abogados, criminólogos y policías, y echamos por la borda la labor de quienes ponen todo su esfuerzo y medios en trabajar de la mejor forma posible ante la presión que supone un caso como este.

Siento impotencia por ver cómo se trata la muerte de un pobre niño de ocho años, porque a estas horas habrá muchos otros viendo la televisión con sus abuelos/padres/tías/tíos/hermanos/hermanas/cuidadores, aprendiendo a diferenciar lo que está mal y lo que está bien.

Ojalá alguien les enseñe a respetar la privacidad, el dolor de los otros y a no usar la desgracia del prójimo en beneficio propio.

En mitad del sombrío invierno.

Nos creemos los héroes cuando quizá no seamos más que los villanos.

Yo sólo sé que soy como un soldado que en plena guerra tiene el brazo roto y no puede sujetar el fusil, y por eso ya no sirve para nada, por eso me mandan a las trincheras y de vuelta a casa en mitad del sombrío invierno (in the bleak midwinter*). Soy a ese al que mandaron en primer lugar a dar la cara, a recibir las balas, los golpes y a llenarse de barro las botas porque mi pérdida no supone nada, porque no soy tan valioso, porque sólo sirvo para sentirme halagado con lo que me toque por fortuna.

Me siento ya en retirada, caminando silencioso entre la bruma y el humo de tabaco, deseando que la lluvia deje de calarme las entrañas para llegar a casa y que alguien, que probablemente no lleve tu nombre, me cure las heridas y me cuide el corazón.

Sabemos que el mundo va a consumirse a sí mismo, que nosotros estamos ayudando a que todo se desintegre más rápido de lo que debía hacerlo. Pero imagina, imagina por un instante que existe una cuenta atrás, imagina que hay un plazo, que tenemos una fecha exacta en la que todo se destruirá.

Imagina que eso va a suceder en cinco años, que entonces el mundo ya no será mundo y tú no serás tú, y tus manos no serán manos. Y todo se habrá acabado, de un instante a otro, todo desaparece y no hay conciencia, ni cultura, ni ricos, ni pobres, ni historia, ni facturas, ni peleas, tampoco miradas cómplices, ni caricias, ni la tristeza de un domingo por la tarde.

Imagina que el mundo tiene fecha de caducidad y que tú tienes un temporizador marcando una cuenta atrás que llegará a cero y lo destruirá todo. Piensa bien a quién querrías dar el último abrazo, el último beso, a quién hablarías por última vez, qué canción escucharías antes de ser parte de alguna estrella, qué comerías la última noche, qué dirías para despedirte.

De verdad, para un segundo.

Un minuto.

Dos.

Tres.

Los que sean necesarios para que pienses un poco.

Mira a tu alrededor, mira tus manos, tus pies, tu cara en el espejo del pasillo.

Mira tus libros en las estanterías, las últimas conversaciones en tu teléfono.

Mira tu vida y piensa si estás haciendo con ella lo que realmente quieres.

Y si la respuesta es no.

Si la respuesta es no, cámbiala porque quizá el mundo no acabe tan pronto, pero el tiempo pasa rápido, y entonces respirar no te habrá servido para otra cosa que para doler, y estoy convencido de que no hemos venido al mundo para eso.

Si la respuesta es no: sal de casa, búscale, llama a su puerta para quedarte, y aprovecha el tiempo hasta la muerte o hasta el fin del mundo, lo que llegue antes.

*In the Bleak Midwinter, es un poema de la poetisa inglesa Christina Rossetti. Fue una frase popular entre los soldados de la Primera Guerra Mundial. Aparece en varios capítulos de la serie de la BBC Peaky Blinders.

El hilo de la vida.

El hilo de la vida es fino, como el hilo de las telas de araña, quizá por eso nos sentimos atrapados contra nuestra voluntad como esas moscas que caen en la red y no pueden ya batir sus alas.

Tu vida pende de un hilo desde el momento en el que naces y Láquesis decide su longitud, para nuestra desgracia. No sabemos el momento en el que nos va a tocar decir adiós, no tenemos la suerte o la desgracia de saber qué día dejaremos de hablar para siempre y pasaremos a ser una más de las sombras que habita el otro mundo.

Nos toca vivir sin llegar a saber nunca si lo estamos haciendo bien o deberíamos cambiar las cosas.

Y cómo no sé cuándo tendré que despedirme de manera definitiva sigo luchando contra todo pronóstico, intentando llegar a ti aunque no salgas en los mapas, intentando llegar a mí aunque siempre esté perdido.

Supongo que lo único que nos queda cuando exhalamos el último suspiro es no tener que arrepentirnos de nada, irnos tranquilos a donde sea que vayamos mientras nuestro cuerpo se queda inmóvil para el resto de la eternidad. Lo único que no me quiero llevar a la tumba son remordimientos, ni la mala conciencia de saber que no hice todo aquello que quise hacer. Lo único que no podemos permitirnos es lamentarnos por no haber besado lo suficiente, ni haber cuidado de quien se lo merecía, ni haber dado la mano a quien lo necesitaba, ni haber gritado a pleno pulmón todo lo que pensábamos, ni haber leído, bebido, follado, reído, llorado, escuchado, abrazado, y sobre todo, sobre todas las cosas, haber amado.

No sé si llegaré a estar sobre una cama consumiéndome, no sé si llegaré a tener tiempo para pensar y recapacitar sobre mi vida. Tampoco sé si visitaré el infierno o me quedaré para siempre atrapado en el purgatorio intentando remendar mis errores terrenales. Quizá me toque volver a subir al cielo, como he hecho cada una de las veces que tus dedos se han enredado en mi nuca.

No sé si me moriré de frío allá donde esté y le seguiré teniendo miedo a la oscuridad que me llena por dentro desde que vi mis ojos reflejados en un espejo.

Sólo espero seguir recordando tus caricias cuando se vayan con el viento, y tus ojos brillando cuando quieres decirme algo y mis heridas, sobre todo quiero recordar mis heridas, porque sólo duele aquello que importa.

Y las heridas que tú me has hecho, te prometo que no se borran.

 

La larga espera.

Se han agotado los días y lo anuncian en la radio.

La Navidad ha vuelto a colarse entre la gente, para hacernos creer que somos buenas personas, las luces de colores alumbran las calles y los árboles, y se nos vacían los bolsillos mientras otros se llenan las cajas. Parece que ya hemos vuelto a reducirnos a abrazos de cartón y sonrisas escondidas tras champagne barato.

Podríamos cogernos de la mano y pasear entre la hipocresía, ser felices sin necesidad de que sea un día festivo, reírnos de la vida igual que ella se ríe de todos nosotros, burlarnos de la muerte igual que ella se burla de todos nosotros, dejar de enfadarnos con todo aquello que nos sale mal.

Y no dejo de preguntarme, no dejo de lamentarme, no dejo de machacarme, no dejo de estar solo entre toda la multitud que llena las calles peatonales del centro. No dejo de hacerme pequeño, invisible, no dejo de dejar de existir, no dejo de ser mi propio enemigo.

No sé cómo decírtelo otra vez sin sonar a más de lo mismo, pero te prometo que arriesgarse vale la pena. Si nos hemos hecho felices de lejos, imagina lo que podríamos hacer teniéndonos cerca, rozándonos antes de cerrar los ojos y roncar tranquilos.

Yo pensaba que los besos y la música eran excusa suficiente para conseguirlo todo, que mirarse a los ojos y respirar al mismo tiempo servía para quedarse para siempre.

Voy caminando despacio porque no quiero alejarme demasiado, porque no me atrevo, porque tengo que hacer lo último que quiero hacer. Voy haciéndome arañazos en el pecho y en los brazos, voy sangrando tan poco, tan lento que no consigo nada.

No sé si te acuerdas como yo de la falta de vergüenza en las noches y en los bares.

No sé si tú también recuerdas los abrazos silenciosos por la espalda con la cabeza llena de pensamientos contradictorios y ruido.

No sé si tú eres consciente de lo cerca que estamos de tenerlo todo y de no tener nada al mismo tiempo.

No sé si ves que la balanza sigue estando a nuestro favor y que eso sólo puede significar algo bueno.

Nos esperan las sirenas en la orilla, nos esperan los gorilas en la niebla, nos esperan los amantes del círculo polar, nos espera el club de los poetas muertos.

Nos esperan los regalos, los de verdad, los de acariciarse la mejilla y retirarse las lágrimas de emoción, esos que te tienen con el corazón encogido y sin saber qué palabras de agradecimiento pronunciar después de quitar el envoltorio.

Me esperas tú.

Te espero yo.

Todavía sueño.

Dicen que existen otros mundos, otras realidades, otras existencias en las que todo puede ser igual pero de un modo distinto. Mundos en los que nosotros podríamos ser nosotros y mirarnos a los mismos ojos pero con otros sentimientos, con un fondo diferente. La función es diferente cada vez que se representa en el teatro, y la sinfonía suena distinto cada vez que se interpreta, y supongo que eso podría pasar con nuestras almas, que cuando cobran forma de nuevo, cuando vuelven al mismo cuerpo todo puede cambiar.

En una realidad paralela todo sería muy distinto, te lo aseguro.

En una realidad paralela todo es diferente pero no exactamente del revés.

En una realidad paralela no todas pero algunas cosas son mucho mejor.

Los meses de otoño no son tristes.

La soledad no duele.

Las sonrisas permanecen.

El silencio no es incómodo.

La sensibilidad es una virtud.

Los abrazos y los besos no se tienen que pedir.

Hay libros para todos.

La muerte te pide permiso.

El dinero no lo es todo.

Siempre hay tiempo para las despedidas.

Se demuestra lo que se siente.

No se oculta la verdad.

Mirar a los ojos es un mandamiento.

El miedo no existe.

El agua nunca falta.

Lo bonito no se tiene que esconder.

En una realidad paralela ahora mismo estás cogiéndome la mano, entrelazando tus dedos con los míos, paseamos juntos, los domingos no son tan grises.

Al final nunca pierdo la esperanza, quizá por eso todavía sueño.

Día de muertos.

Uno de noviembre, el mundo ríe y llora al mismo tiempo.

Como siempre.

Hay gente visitando el cementerio una vez al año, gente llorando en sus casas, gente de resaca porque anoche decidió disfrazarse y beber hasta caer rendido, gente viviendo un día normal, gente que comerá con su familia para recordar a los que se fueron, gente que mirará las fotos y pondrá unas velas, gente que comprará flores artificiales y las pondrá en una lápida, gente que mirara el hueco de la cama, gente que cerrará la puerta de la habitación mientras se le encoge el corazón.

Pero aún no nos hemos dado cuenta de que los muertos somos nosotros y no los que han seguido dando vida al ciclo natural. Nosotros que aún tenemos la suerte de poder abrir los ojos cada mañana y poner un pie en el suelo, y no hacemos nada con ello. Nos dedicamos a repetir una y otra vez las mismas acciones automatizadas: lavarnos los dientes, ponernos colonia, desayunar, cambiar de marcha, saludar por la calle. Nosotros que tenemos la fuerza necesaria para cambiar el mundo y no la aprovechamos, nos quedamos sentados en las sillas que llevan nuestro nombre, nos ceñimos al guión de nuestra vida en lugar de arriesgarnos y salirnos de la historia y comenzar a escribir nuestros propios pasos.

Somos conformistas, acomodados, revolucionarios de boquilla, indignados de sofá.

La muerte sólo nos enseña que un día nos acabamos, dejamos de pensar, de sentir, de ser, y que hasta que eso llega debemos aprovecharlo.

La muerte sólo es un aviso, una lección, para que sepamos disfrutar todo aquello que tenemos.

La muerte sólo es una señal para que nos tomemos la vida como un privilegio y tengamos la valentía de atrevernos a volar fuera del nido. Y está bien llorar, lamentarse y quejarse una y otra vez de la mala suerte que nos rodea pero el tiempo corre.

Por eso esta vez no voy a pedirte que vengas, porque eso es lo fácil, hacer que el otro haga cosas por nosotros, dejar que el resto se encargue de las responsabilidades y lavarnos las manos. Lo sencillo es dejarse querer, no preocuparse por los demás, que estén pendientes de nosotros, tener la atención.

Y yo no soy de los que tiran la piedra y esconden la mano, yo no soy de los que besan y olvidan, yo no soy de los que rompen algo y dejan los trozos por el suelo. Yo no soy de los que quieren y permiten que todo quede en el aire.

Esta vez no voy a pedirte que vengas porque si realmente (me) quisieras ya estarías aquí.

No te muevas si no quieres yo voy a vivir hasta que se apague la luz.

La fragilidad y la vida.

De camino a casa he visto a una anciana en silla de ruedas, he calculado que tendría más de ochenta años, así a bote pronto, pero quizá era mucho más joven de lo que parecía. Ocultaba sus ojos tras unas gafas gruesas, que hacían pequeños unos ojos que aunque diminutos parecían llenos de esa chispa de la vida. La ironía.

Siempre que me encuentro con ancianos frágiles o con gente gravemente enferma me tiemblan las piernas, reconozco que me suele invadir una tristeza que hace que se me cristalicen las lágrimas en los ojos y un nudo se ate fuerte en mi garganta. Me conmueve y me paraliza a la vez observar lo que la vida es capaz de hacer con nosotros.

Es difícil explicar lo que sientes cuando ves a alguien convertido en huesos y piel fina  llena de heridas y moratones. Es complicado entender que quienes un día tenían brazos y piernas fuertes, y eran capaces de todo, ahora están reducidos a permanecer en una cama y a respirar con dificultad, y a que los días sean exactamente iguales mientras aumenta el dolor y el cuerpo funciona cada vez menos.

Es difícil de asimilar aquello en lo que nos convertimos con el paso del tiempo porque un día éramos apenas una pequeña bola de carne flotando dentro de nuestras madres, esperando a que nos llegara la existencia; y hoy nos estamos consumiendo sin que podamos evitarlo. Porque el motor se apaga siempre.

Y lo único que importa cuando nuestros cuerpos acaban en la tumba es aquello que hicimos, aquello por lo que alguien nos va a recordar. Y no importa si dejas detrás o no fotografías, cartas, o aquella camisa que siempre llevabas en las comidas familiares. No importa si dejas un bonito reloj o un cuadro valioso, o una casa en la montaña. Lo único que les importa a los que nos sobreviven son los recuerdos, porque al final es lo que nos queda, lo que nos hace sentir que no nos vamos quedando tan solos.

Los recuerdos son como el abrazo de una madre cuando eres pequeño, y nunca quieres que te abandone esa sensación de bienestar y tranquilidad. O como cuando te pelabas las rodillas jugando las tardes de verano y ella te soplaba la herida y todo estaba bien aunque te siguiera doliendo.

Supongo que la vida consiste después de todo en eso, en dejar huella en los nuestros, en que puedan pensar en nosotros con una sonrisa aunque el corazón se les encoja de nostalgia y pena.

Supongo que la vida se reduce a ver a dos ancianos que se cogen de la mano y se sonríen. Así los años deben importar bien poco.

Quizá en la fragilidad de nuestros últimos días estamos más vivos que nunca, quizá porque sólo estamos esperando a volver a salir al mundo con otra forma, otro nombre y otro rumbo.

Algunas cosas acaban.

El pasillo huele a muerto, es normal pero con el verano ni siquiera las cámaras frigoríficas donde se guardan los cadáveres son capaces de contener todos los gases que la putrefacción va desarrollando con el paso de las horas. El estómago se le revuelve. A pesar de los años que lleva trabajando en aquello hay cosas a las que no se acostumbra y, en ocasiones, siente náuseas y el ácido vacilando en el límite entre el esófago y su boca. Un baile silencioso de líquido y bilis, un combate que nunca llega a producirse. Un secreto que guarda para sí mismo y que no confesará jamás, por mucho que le aprieten las tuercas.

Se ha tomado su tiempo leyendo las notas del levantamiento de su compañero de guardia, no ha tenido tiempo de pasarlas a limpio y redactar un informe en condiciones. Una vez más, el acta del letrado de la administración de Justicia (como ahora les gusta llamarse a los secretarios judiciales) no le sirve en absoluto para cubrir las necesidades como médico forense. La mayor parte de las veces tanto el juez como el secretario le sobran en el lugar del levantamiento de cadáver. Recuerda varias anécdotas poco acertadas y toma aire antes de observar las fotografías que le han enviado al correo electrónico los compañeros de la Policía Judicial. Se palpa la sien con la mano izquierda mientras observa los detalles que las fotografías le permiten, sabe que tiene una larga mañana por delante y lo único en lo que piensa es en la hora de llegar a casa. Su esposa volverá a quejarse cuando no vaya a comer con ella como es habitual cada viernes, otro ladrillo que cae en el muro de su inestable matrimonio.

Según estima su compañero de oficio, el cuerpo lleva varios días en el vertedero, no es capaz de datar la muerte con exactitud ya que debido al calor la putrefacción ha avanzado rápido y la fase enfisematosa está en pleno apogeo. El cadáver probablemente parecerá un globo aerostático cuando lo saquen del sudario para colocarlo sobre la mesa de autopsias. Él, por si acaso, y aunque muchos se burlen por ello, tiene una máscara que emplea siempre para ese tipo de cadáveres. Si hay algo que odia es que cosas estúpidas, como el olor náuseabundo de ese tipo de cuerpos, le desconcentren de su principal misión, aún a riesgo de parecer una especie de Walter White en bata y pijama de quirófano.

Alguno de los trabajadores descubrió una mano entre el resto de la mierda y dio el aviso a la policía. No es la primera vez que se ven en la tesitura de tener que rescatar un cuerpo inerte de entre la basura y el líquido pegajoso que surge de los deshechos. A veces se pregunta si “los malos” no han aprendido nada de las películas, y es que la mayor parte de las veces los cadáveres salen a la luz, tarde o temprano, aunque sea desprovistos de carne y convertidos en hueso. Se les olvida eso, y un principio fundamental de la criminalística, el de Edmond Locard. Todo contacto deja un rastro.

Tocan a la puerta del despacho y levanta la vista de la pantalla del ordenador. El agente de la Brigada de Homicidios de la Guardia Civil asoma la cabeza por un pequeño hueco.

Díaz, te estaba esperando para empezar la autopsia. ¿Ya sabéis algo? —El agente se acerca a estrechar la mano del médico forense y apoya ambas manos sobre la mesa negando.

No tenemos ni puta idea de nada. —se sincera.— La necro que sacamos en el levantamiento todavía está pendiente de resultado. Ya sabes, con los dedos como una pasa a los del laboratorio les toca trabajar.

El forense asiente, coge las notas y las fotografías que ha impreso y camina hasta la sala de autopsias.

Que alguien saque al varón desconocido de la cámara seis y lo lleve a rayos. —dice a uno de los auxiliares de la sala. —Voy a cambiarme. —deja los documentos sobre una de las mesas que hay junto a la mesa de autopsias y se mete en el vestuario para quitarse la ropa, guardarla en la taquilla y vestirse para la ocasión. Se lava las manos y la cara antes de vestirse con el pijama y colocarse la bata de quirófano, como si se tratara de una especie de ritual.

El muerto sobre la mesa del sencillo equipo de radiología con el que cuentan abulta demasiado. Se coloca la máscara antes que los guantes. Abre el sudario y sabe de sobra que el olor similar al de la comida podrida inunda la sala en la que se encuentran, en su interior salta una pequeña sonrisa, sabe que tiene la batalla ganada con la máscara protegiéndolo de aquel aroma asfixiante.

Fracturas. —Observa atentamente la pantalla y habla en voz alta. —Metacarpo y falanges de la mano izquierda. —El forense frunce el ceño, piensa que eso debe estar hecho a conciencia. —Metacarpo y falanges de la mano derecha. —Hace una pausa y observa el monitor.— El occipital, fractura-hundimiento craneal. —El resto del screening no muestra alteraciones salvo algunos callos óseos, de fracturas antiguas en las costillas.

¿Un poco de tortura? —pregunta Díaz.

Un poco de dolor. —asiente el forense.

Ya en la sala de autopsias con el fiambre (como le gusta llamar a Díaz a los cadáveres) sobre la mesa proceden a quitar las bolsas de papel de las manos y tomar muestras con hisopos, a sabiendas de que servirán de poco probablemente. El cuerpo ya tiene una coloración verde-violácea, con el árbol vascular bien marcado en todo su recorrido. La ficción nunca acaba de acercarse a esa parte de la realidad a la que se enfrentan cuando comienzan las altas temperaturas estivales.

Otro forense con aspecto más viejo y cansado toma las notas y hace las fotografías mientras él se dedica a diseccionar por planos y a hacer lo que puede con el cadáver en descomposición. La ropa está demasiado sucia, se observan varios desgarros en la tela con continuidad sobre la piel del cadáver.

Arma blanca. —dice el forense, elevando su voz para que se escuche a través de los filtros de su máscara. Una herida muestra los tejidos putrefactos queriendo salir por ella, la grasa amarillenta mezclada con sangre y restos del material del vertedero.

La camiseta que en algún momento tuvo que ser blanca acaba empaquetada para que el equipo de criminalística busque lo que tenga que buscar y encuentre algo si es que puede hacerlo. En los pantalones encuentran las llaves de una vivienda, y una cartera sin documentación ni tarjetas de crédito, sólo un billete de cinco euros y un calendario de un bar de carretera del año pasado.

Joder, qué triste.

Los ojos del muerto están fuera de las órbitas, la boca abierta y el rostro parecido al de un cerdo al que acaban de apalizar. Indistinguible. Restos de barba con algunas canas y un pendiente de aro en la oreja izquierda. Un tatuaje en el omoplato izquierdo que apenas puede observarse, trazo ancho y color grisáceo, probablemente de algún encierro en prisión hace más de veinte años.

Este pobre desgraciado le debía algo alguien. —sentencia Díaz.

El forense se encoge de hombros después de acabar la faena y desechar sus guantes llenos de sangre, restos de encéfalo pastoso y vísceras que apenas conservan sus estructuras normales.

Mandaremos muestras al Instituto Nacional de Toxicología para ver si hay drogas, alcohol y poco más. Ya sabes lo difícil que es encontrar algo en estas circunstancias. —Una vez han sacado el cuerpo de la sala y sin que la máscara haga de mediadora con el exterior habla. —Lo que está claro es que a parte del traumatismo cráneoencefálico tiene tres heridas por arma blanca en el abdomen. Dos directas al bazo y la otra que ha llegado a la aorta abdominal.

Por si la hostia en la cabeza no era suficiente. —dice el agente.

Tenían que asegurarse de que no despertara. —Que nunca se sabe.

Cuando vuelve a quedarse solo y se medio desnuda frente al espejo del baño se mira a los ojos, un halo gris rodea su mirada. Sigue sin entender por qué un ser humano querría matar a otro, sigue sin entender esa capacidad que tenemos las personas para hacer daño pudiendo evitarlo. Se frota con ganas las manos, la cara y el cuello, las ojeras le delatan a estas alturas de la vida. Ha visto demasiado dolor como para tomarse los días a broma, ha visto demasiados dramas como para que no le acaben pesando algunas heridas a él mismo. Se seca con papel y se tira un poco de alcohol sobre las manos. Se viste de nuevo, tres llamadas perdidas de su mujer parpadean en la pantalla del teléfono móvil. Lanza un suspiro al aire, resignado. Busca el paquete de tabaco para poder encender un cigarro en cuanto pise la calle y las altas temperaturas dobleguen su escasa vitalidad.

Algunas cosas acaban, a veces son vidas, otras matrimonios.

El mar está lleno de muertos.

El mar está lleno de muertos.

Nos llegan a las costas cuerpos sin vida de gente con nombres que desconocemos y nosotros somos cada vez más grises. Hemos ido perdiendo la humanidad con el paso del tiempo, y ya somos sólo poco más que autómatas que se dedican a hacer sin pensar, que tienen anestesiado el corazón y la razón.

Vagan por ahí, entre la espuma de las olas, cientos de almas perdidas durante los siglos, mensajes en botellas que nunca llegaron a su destino, amores heridos que se quedaron en algún viejo navío al que baña la sal.

Santos observa el oleaje con la calma que le da la leve brisa del Mediterráneo, toma aire con lentitud antes de girarse a observar la escena a sus espaldas. El cadáver de un varón desconocido está cubierto con la manta térmica de los servicios sanitarios.

Otro más al que la Parca no ha dejado terminar en paz las vacaciones.

Por suerte, todavía es temprano y apenas hay gente queriendo disfrutar del agua salada de mar, del sol de agosto y de la arena pegándose a su cuerpo. El forense camina hasta el cuerpo inerte mientras un par de gotas de sudor le resbalan por la frente. Se rozan los treinta grados a las nueve de la mañana.

Sus compañeros de la Policía Nacional ya le han dado cierta información sobre el caso, el informe del SAMU lo deja claro y las gotas de sangre, que han hecho que los granos de arena se aglomeren entre sí, también. Según los testigos, ha sido otra de esas noches de fiesta que no acaban bien. Los agentes de la Policía Científica le piden permiso para tomar la necrorreseña y tratar de tener una identificación plena. La mala suerte ha hecho que no lleve ningún tipo de documentación encima.

Santos, con los guantes puestos, busca entre la ropa algo que pueda servir y se topa con las llaves de un vehículo que entrega a la policía. El hombre, que no debe llegar a los treinta años tiene los ojos abiertos y un gesto de súplica en el rostro, ese gesto que muchos tienen en la mirada cuando se enfrentan a la muerte sin haberlo previsto. Varios cortes por arma blanca han rasgado la camisa de flores que llevaba puesta y que ahora, con la sangre ya seca, tiene pegada a su cuerpo.

El médico toma sus anotaciones, valora el estado de los fenómenos cadavéricos, describe las lesiones, y cuando considera que ha terminado con su trabajo se acerca a hablar con el juez. El juez Hurtado está fumando un cigarro a algunos metros de distancia, ajeno a todo lo que sucede a su alrededor. A los jueces los muertos les gustan más bien poco.

De vuelta en el coche, Santos mira las noticias a través de su teléfono móvil y ve una foto del levantamiento de cadáver que acaba de realizar. Una foto en la que aparece él, de cuclillas junto al cuerpo. Niega un par de veces y guarda el teléfono en uno de sus bolsillos. No entiende ese afán de la prensa por mostrar ciertas cosas, a pesar de los años existen comportamientos que no es capaz de comprender.

Al llegar a casa, deja su maletín, se quita los zapatos nada más entrar por la puerta y se desnuda en el baño. Una ducha de agua fría le permite quitarse el salitre de la cara y las manos.

Cierra los ojos, el silencio de su hogar solitario sólo es roto por el sonido del agua y le parece que tiene en su oído el rumor del mar. Y siente que vuelve a tener diez años, que corre por la playa con un cubo y una pala, que tendrá para comer tortilla de patata de su madre y que la tragedia no existe, que nadie muere en la arena, ni en el agua, que no hay peleas que acaban llenando páginas con sangre, que no hay refugiados huyendo en barcazas, que no hay fronteras ni sueños frágiles rotos antes de tiempo.

Abre los ojos.

—Viejo amigo, ven conmigo.

Santos le tiende la mano y siente en el centro del pecho algo de alivio. Alguien le quita la carga, la pena y el tedio.

La Muerte y él son buenos conocidos.