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Cerezos en flor en una tarde de diciembre.

Se me hace bola la vida, supongo que por eso nunca se va la opresión en el pecho y el dolor de cabeza.

Ni la culpa.

Por todo aquello que hago y que no hago.

Por cada respiración fuera de lugar.

Por cada paso a destiempo.

Por cada botón desabrochado.

Por cada una de las veces que tu ropa ha cubierto el suelo de mi habitación.

Me he dado cuenta últimamente de que mi cerebro es como esos ordenadores que dejamos en modo suspensión por la noche, sin llegar a apagarlos, y que al día siguiente al abrir la tapa continua todo exactamente donde se quedó. Es como si alguien dejara el marcapáginas en mis ideas al cerrar los ojos y al despertar puedo retomarlo todo desde el mismo punto, aunque realmente el procesador interno ha seguido trabajando sin descanso. Entiendo que por eso me levanto igual o más agotado que cuando me acosté, con el encéfalo metido en agua tibia que no me deja pensar con claridad.

Es tan grande la oscuridad y la angustia que no hay remedio ni consuelo. Y lo llevo siempre a cuestas, sobre los hombros, impidiéndome que camine al ritmo que caminan los demás.

Tengo el pecho lleno de tantos demonios que ya no puedo luchar contra ellos, tengo las manos tan frías que todo duele. A veces cierro los ojos, estoy en medio de la nada, sin nadie que me pueda ayudar, sin nadie que vaya a escucharme gritar. Y sólo veo al viento moviendo las ramas mientras siento la intensa amenaza de un monstruo invisible que viene desde lejos a por mí. El miedo es todavía peor cuando te percatas y caes en la cuenta de que ese monstruo al que esperas con temblor en las piernas y mirada vidriosa eres tú mismo.

Sólo puedes ser tú.

Las calles tan vacías de verdades y triunfos, las casas tan llenas de amores más frágiles que el papel de fumar, y tú cada vez más lejos, ausente, olvidada, llena de balas que no me dejas quitarte.

Tú y yo juntos somos tan raros, tan únicos, tan excepcionales como los cerezos en flor en una tarde de diciembre.

Y joder, qué razón tenía Bukoswki porque parece que nunca es mi día, ni mi semana, ni mi mes.

Quizá tampoco sea esta la vida en la que me toca ganar alguna vez.

Monstruos nocturnos.

Cae la noche y nos lamentamos.

Es ese instante en el que se va el sol cuando empezamos a pensar en todo aquello que nos preocupa, en los pasos no dados, en las decisiones no tomadas, en el tiempo perdido. Será que se nos da mal darnos cuenta de las cosas a plena luz del día, quizá es algo que arrastramos desde que salimos de la cueva y tuvimos que aprender a hacer fuego para no morir de frío.

Afuera ya no queda nadie por las calles, y mientras la gente duerme yo soy incapaz de conciliar el sueño. Otra noche en la que el insomnio es mi única compañía, otra noche en la que voy a hacer que crezcan las ojeras. Dicen que no hay que beber café por las noches, pero una taza me acompaña mientras camino, inquieto, por la casa, sin saber muy bien por qué algo se me ha aferrado al pensamiento, como una losa, como un lastre y no me atrevo a descubrir qué es.

Otro monstruo.

Otro más.

Otra carga que arrastrar hasta el infinito.

Un par libros me vigilan desde la mesita de noche, empezados, abandonados, igual que yo. Apartados a mitad del camino porque no acaban de convencer.

Si consigo cerrar los ojos mientras sujeto el teléfono en las manos no tarda en visitarme una punzada en el pecho y la taquicardia, y el dolor se vuelve a disparar.  Y tengo que darle otro trago al café, abrir la ventana y escuchar el ruido de fondo de la ciudad para volver a darme cuenta de mi posición, de dónde estoy.

Sigo sin saber quién soy, ni qué papel juego en toda esta historia.

Y Madrid y una gata que apenas conozco se ríen de mí.

También.

A estas alturas de la partida tengo claro el resultado. Asumirlo me costará un poco más.

Me acabo el café, cierro la ventana por culpa del frío y me sumo en la oscuridad, sin esperanzas de ser capaz de dormir las dos horas que faltan hasta que suene la alarma que me tenga que poner en marcha.

Mañana será otro día igual, o incluso peor.

Monstruo.

Miras tu rostro en un espejo roto cada mañana y hay días que no te reconoces, la mayoría de ellos, y te preguntas quién eres y qué haces allí parado. Respiras hondo y no hay nadie poniendo una mano sobre tu hombro, nadie que diga que todo irá bien porque no será así. Te lavas los dientes, te peinas un poco, te vistes sin ganas y vuelves a mirar afuera, por una pequeña ventana.

Pocas veces el cielo llama mi atención, está ahí arriba con sus nubes o sin ellas porque es su lugar, porque tiene que estar ahí, sin más. Ni siquiera le presto atención cuando ruge y el sonido de los misiles debería romperme el alma y hacerme llorar.

Me he acostumbrado a llenarme las manos y los ojos de barro y sangre que no es mía, a caminar entre ruinas y caer sobre escombros. Ya no sé mi nombre, ni qué era de mi vida antes de todo este caos. Sólo soy un saco de carne y huesos que todavía es capaz de moverse entre cuerpos sin vida sin sentir náuseas.

Desconexión.

Me queda poco más en la vida que fumar cada quince minutos y gruñir cuando quiero hablar.

Aún hay quien me llama persona, yo prefiero que me digan monstruo.