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Cruz.

Llueve y se confunde con las lágrimas.

El día gris está pegado a las ventanas impidiendo que veamos nada y a mí me gustaría que nos obligáramos mutuamente a quedarnos, desnudos, bajo el calor de las sábanas.

Pero es imposible, el mundo conspira.

Toca salir, mojarnos, ver cómo cae la luz bajo la cruz.

Siempre acabo pensando en hasta qué punto me muevo guiado por mis propias decisiones o por el influjo de otros. Si realmente decido mis pasos o me delimitan el camino y me ponen señales y luces para que no piense y sólo actúe. No tengo muy claro si tenemos libertad de movimiento, expresión y elección, o está todo orquestado, y da igual lo que hagamos porque alguien ya ha decidido qué y cómo vamos a hacerlo todo. Entiendo, por otro lado, que si me lo planteo significa que sigo a salvo, que todavía estoy fuera del rebaño.

Y que tenemos una oportunidad.

Que no todo está perdido mientras seamos conscientes.

Que podemos mantener los ojos abiertos y la mirada viva a pesar de la religión, el fútbol y Hollywood.

Que todavía hay tiempo para cambiar las cosas, apartar lo insufrible e insoportable, desechar la basura emocional, leer poesía de la que aún es buena.

Mira, creo que justo ahora que arrecia el temporal y el agua me empapa la chaqueta y me empaña las gafas deberías venir.

Para cruzar los dos la calle cogidos de la mano.

 

Atemporal.

A temporal de lluvia y truenos no te gana nadie.

Has pisado de nuevo los charcos salpicando a quien pasaba por tu lado.

He encendido las luces del pasillo para ver si estabas al final.

Y nada.

Todo esto sigue siendo atemporal.

Promesas sin realizar.

Y el olvido nunca es fácil.

El ritmo electrónico me machaca los oídos y las entrañas, y vuelvo a despertar empapado de rabia, daño y efectos colaterales.

No dejas de aparecer y desvanecerte junto a mí, como esas farolas que parpadean en las historias de terror que acaban todavía peor de lo que imaginabas al principio.

Y es curioso porque sigues haciendo que todo deje de importar, la decadencia de la sociedad, el abismo hacia el que camina la humanidad, la extinción de las especies en peligro, el Apocalipsis zombie, la incorrección de los correctos.

Podríamos perdernos de nuevo, que nos de igual lo que pongan en la tele, preguntarnos por si acaso hay algo del otro que aún desconocemos, bebernos como si fuéramos el primer café de la mañana.

Podríamos salir de nuevo esta noche y dejar que hablen la música y la luna por nosotros.

Podrías volver a golpearme en el centro del pecho y empujarme contra el sofá.

Podrías echarle ovarios y ganas, y dejar atrás la falsa sensación de libertad que buscas.

Podrías apagar el ventilador y quitarme la camisa, soltarte el pelo, dejar que me abra hueco en ti casi sin darnos cuenta, vivir pegados, formar parte del otro, esperar el final borrachos y desnudos en el balcón, con la sonrisa del que ya no tiene nada que perder en la vida.

No te gana nadie, y yo siempre pierdo pero me lo dice bien Varry Brava:

“Y cuando no pueda aguantar saldré a buscarte una vez más.”

Un latido fuerte.

He dejado de prometer nada.

Porque no me crees, aunque siga arañándome la piel cada día, aunque siga dejando atrás la armadura, el mal humor y el ceño fruncido que normalmente me acompañan cuando no estoy contigo.

No me crees aunque mis manos estén abiertas y me brillen los ojos cuando te miro.

Llega un punto en el que automatizamos todo, hasta aquello que no deberíamos, y empezamos a dar por hechas ciertas cosas que habría que seguir ganándose en el día a día. Yo creo que, a estas alturas, seguimos en pie de guerra, mirándonos a los ojos desafiantes sin saber muy bien qué hacer, como dos principiantes en una clase de baile que no saben cuál es el próximo paso.

El otoño ha vuelto hacer conmigo igual que hace con las nubes y las hojas, desordenarme por completo, dejarme por el suelo, arrancarme los botones de la camisa.

Mientras todo cambia fuera dentro siento el tiempo detenido, pasando lento, y escucho en mis entrañas el exasperante sonido de las manecillas del reloj que pesan tanto como bolas de cañón.

Y el mundo que no avanza.

Y yo tampoco.

Por eso me rindo, ahora sólo miro al cielo y espero a que caiga la lluvia para calarme hasta los huesos, para olvidarte, para olvidarme de la idea casi surrealista de un futuro en el que caminamos juntos y no hay miedo, ni malos recuerdos, sólo un latido fuerte que en mi cabeza suena parecido a lo que para el resto debe ser la felicidad.

El vértigo.

Me salvo sólo con rozarte.

[Mirarte.

Abrazarte.

Besarte.]

Me salvo sólo con verte.

Pero todas estas frases están tan leídas y escritas que me sabe a poco.

No sé muy bien cómo decir todo sin usar palabras que ya se han oído antes.

Relatos repetitivos, historias en bucle, amores de barrio, de cama, de carretera que acaban en felicidad o tragedia.

El amor pastel de los libros, el rosa del sexo prohibido a principios de siglo XX, lo erótico de hombres fornidos y mujeres adelantadas a su época (¿qué época?) en las Highlands.

Quiero acabar con el cliché del amor en la literatura.

Con las escenas de sexo en silencio en las películas.

Con los besos a escondidas mientras los demás se quedan en la fiesta del jardín.

No sé muy bien cómo alejarme de esa poesía basura que nos llena las pantallas del teléfono y los oídos en estos días de amores superficiales que desaparecen antes que una story de Instagram; ni cómo dejar de repetir sensaciones y sentimientos tan manoseados que han perdido su auténtico y verdadero significado.

Sólo intento salvarnos del tiempo, desesperados, mientras nos buscamos en medio del naufragio diario.

Sólo intento alejarnos de la basura cósmica y también de la mundana, convertirlo todo en una normalidad de la que no tengamos que aburrirnos.

Sólo intento que se nos cierren las heridas sin que tenga que dolernos nada nunca más.

Acariciarnos los huesos cuando temblemos los días de lluvia.

Darnos la mano cuando nos quedemos sin respuestas.

Ser nuestro único antídoto en medio de este mundo lleno de veneno.

Poder abrazarnos por la espalda cuando nos llene el miedo.

Y la pena.

Y la alegría.

Y el vértigo de perdernos en cualquier instante.

 

 

Todo es por ti.

Llevo tanto tiempo metido en mi cuadrilátero, acariciando los barrotes de la jaula creyendo que puedo volar estando preso. He tocado fondo tantas veces y siempre vuelvo a salir a flote. He llorado tantas veces y siempre encuentro motivos para olvidar las lágrimas.

Sólo he alcanzado la felicidad estando a tu lado, y qué putada.

No tengo armas con las que defenderme, ni argumentos suficientes para quedarme atrás. A estas alturas ya no puedo perder nada porque nunca lo he tenido y, sin embargo, aunque parezca lo contrario, no me rindo. Nunca dejo de luchar porque es lo único que me hace sentir que aún estoy vivo. La pelea diaria, el seguir nadando aunque el agua me llegue al cuello, y saber que aún estás ahí con la mirada perdida y siempre confundida.

Se me empaña la vista de vez en cuando y se me nubla el corazón según el día sin que pueda controlarlo, sin tener capacidad suficiente para evitar sentirme acabado, melancólico o, incluso, cínico. No sé qué pensar de mí mismo, si sólo soy un estúpido que está perdiendo el tiempo o si creo tanto en nuestro amor que podría con todo sin necesidad de levantar la voz.

Siempre he sido de fuertes convicciones y, desde hace un tiempo, tengo claro la línea que separa lo que quiero de todo lo demás.

Todo es por ti, lo bueno y lo malo, es por eso que ya no tengo modo de defenderme, de hacerme a un lado y evitar el daño, el sufrimiento que me llega ya a los huesos. No se puede dejar atrás aquello que quieres, no se pueden evitar ciertos sentimientos, ciertas ganas, ciertas certezas.

Y apareces en todo, para mi fortuna o desgracia.

Apareces siempre como esa melodía pegadiza de los anuncios que no deja de brotar en tu cabeza cuando menos te lo esperas.

Y así vuelven a mí tus ojos, tus besos, tus manos.

Y así vuelves a mí en silencio, con lluvia y truenos de fondo, y lágrimas en las mejillas y los brazos abiertos.

Todo es por ti.

Este dolor.

Esta pasión.

Esta espera.

Esta esperanza teñida de azul.

Desidia.

Todo son explosiones y a mí me duele el estómago, la cabeza y las ausencias.

Lo de ganas de vivir suena a algo desconocido para mí.

Te has dado cuenta ya de que sigues fingiendo, que aparentas estar bien cuando por dentro eres todo arenas movedizas, que todavía intentas sostener el peso del mundo sobre tus hombros pero ya no resistes como antes. Nos desgastamos mentalmente como se desgastan los huesos de un anciano, sin que le des importancia hasta que empieza a latir el dolor en las articulaciones.

Nos damos cuenta de las situaciones casi siempre demasiado tarde, cuando estamos con el agua al cuello y es difícil ya buscar una cuerda que nos saque del agua antes de comenzar a tragar líquidos y morir de una manera parecida a la que nacimos, encogidos en nosotros mismos y sin poder respirar. Vamos haciendo nudos allá donde pisamos, volviéndolo todo complejo y enmarañando los cables hasta electrocutarnos.

Yo no puedo luchar más, voy a dejar que llegue la primavera y las lluvias de abril hagan conmigo lo que tengan que hacer: dejarme en la orilla, arrastrarme hasta el mar, convertirme en un estúpido mensaje dentro de una botella de vidrio.

Dejo ya de gritar porque no tiene sentido hablar en voz alta sin un público atento.

Dejo ya de correr porque no vale la pena esforzarse sabiendo que no vas a llegar.

Voy a dedicarme a mirar por la ventana hasta que las noches empiecen a encenderse con los meteoritos y el mundo huela a azufre, hasta que se me borre la memoria como un disco duro, hasta que no pueda mover las piernas porque ya no sepa hacerlo.

En otra vida trataré de no instalarme en la desidia cada domingo por la tarde pero mientras tanto voy a hacerme un café y a morir un poco, que es lo único que se me da bien.

Si fuera tú.

Ya no había champagne en casa con el que llenar las copas altas de cristal, tampoco había nadie a quien alzarle la voz entre aquellas cuatro paredes que ya estaban vacías por completo. Sin los cuadros que antes adornaban los muros y que ahora habían dejado un hueco y un clavo como único testigo al que poder interrogar sobre lo sucedido en aquel piso.

La lluvia jugaba afuera con el humor de la gente, cayendo en poca cantidad pero impidiendo el desarrollo normal de las personas de espíritu mediterráneo. Las nubes grises se alternaban en un cielo azul claro y un fugaz arco iris se había dejado fotografiar durante un momento. De todas formas, a mí no había conseguido sacarme una sonrisa, hacía tiempo que las fingía todas cuando estaba en compañía.

Por dentro estaba tan lleno de agujeros que ya nunca fui capaz de volver a ser el mismo.

El piso era un segundo sin ascensor, en el centro histórico de la ciudad, que había visto el ir y venir de un amor joven de gente que ya se cree adulta sólo por rondar los treinta años. Las personas somos tan ilusas que pensamos que lo tenemos todo controlado cuando no podemos controlar nada. Yo no pude hacer mucho más, la fui perdiendo sin darme cuenta de que se estaba yendo sin avisar. Debí abrir los ojos ante las tardes de domingo en silencio compartiendo el mismo sofá pero con la cabeza en dos mundos diferentes, yo leyendo los grupos de whatsapp con los amigos, ella aprovechando la suscripción a Netflix para ver todas esas películas a las que no había querido acompañarla para verlas en el cine, ni siquiera por comer palomitas y hacer algo diferente.

Cuando estás con alguien durante mucho tiempo das por hecho que las cosas no pueden cambiar, que la situación es la que es y los baches vienen y se van; pero algunas veces se cava tan profundo que no hay manera de volver. Al principio nos acomodamos a una rutina que nos gustaba, que nos ayudaba a organizar el tiempo. Tú trabajas por las tardes, yo por las mañanas, por eso yo siempre hacía la cena y ella me dejaba el plato de comida listo para que lo calentara en el microondas, y los viernes siempre salíamos con los amigos y cenábamos fuera de casa.

Pasara lo que pasara.

Y éramos, según nuestro entorno la pareja perfecta. Nos complementábamos, nos gustaban las mismas series, compartíamos intereses, ideologías, motivaciones, el gusto de viajar por Europa cada vez que nos lo permitía el bolsillo, Terry Pratchet y El Señor de los Anillos. Yo dejaba que sonaran en casa Los 40 Principales y ella me permitía a Foo Fighters, Kasabian y Arcade Fire mientras limpiábamos los sábados por la mañana.

No sé si siempre andaba demasiado metido en mí mismo, en leer por encima de mis posibilidades, en observar a los demás para escribir pero no en observarla a ella, no lo sé pero la fui perdiendo. Sentí cómo se diluía entre mis dedos como si fuera azúcar en un vaso de agua y no la pude recuperar ni cuando intenté con todas mis ganas demostrarle que era yo con quien tenía que pasar el resto de sus días, porque no habría nadie que la quisiera como yo. Creo que esa expresión es cierta aunque sea basura destructiva porque ningún amor se repite, ni las circunstancias, ni las personas, ni el momento vital. Es cada detalle lo que hace que una relación sea irrepetible, no por eso mejor ni peor, sólo diferente.

Vi que de pronto hablaba más por teléfono de lo que lo había hecho nunca y que se encerraba en el estudio y en el baño mientras se mantenía en línea. Vi que los viernes salía con gente del trabajo en lugar de salir con los de siempre y que los sábados se iba a casa de alguna amiga, y no quise darme cuenta de que todo se iba por el retrete, y que mis miedos no hacían más que crecer. Y los celos, esas semillas que van creciendo hasta hacerse raíces que te agrietan por dentro y te tiñen la esclerótica de rojo.

Me fui consumiendo en silencio sin saber cómo hacerla volver a nuestra historia de dos, pero supongo que cuando uno decide que algo está perdido y emprende el vuelo ya nunca vuelve a plegar las alas y a encerrarse en la jaula.

Suena estúpido, ¿verdad?

Además, el sexo había desaparecido. Para mí es el vínculo carnal que mantiene el equilibrio en cualquier relación sana que se precie. Todo el mundo sabe que cuando en una relación no existe el sexo se busca fuera, porque al fin y al cabo también es una necesidad fisiológica para la mayoría de seres humanos.

Yo, que al principio me creí víctima, acabé siendo también culpable, cómplice del crimen que estábamos perpetrando. Comencé a tontear de manera inocente al principio, descaradamente después, con cualquiera que mostrara el suficiente interés por mi palabrería y mis gafas de pasta.

Y de lo nuestro sólo quedaba la fachada, los andamios de la calle, porque por dentro todo estaba vacío. Me molestaba compartir la cama, tener que esperarla para cenar, ir a hacer la compra con ella por lo que cada día más hacíamos las cosas por separado, compartiendo una casa sin compartir nada más, compartiendo una casa que ya no era hogar.

Rompimos. Tuvimos que hacerlo antes de acabar destruyéndonos por completo, antes de anularnos el uno al otro, antes de perdernos todavía más el respeto.

Después estuvo el soportar a mi familia echándome la culpa de que todo se hubiera ido al traste, escuchar a mi abuela criticando que no le hubiera pedido matrimonio para poner freno al desastre, como si no hubiera sido todavía peor tener que soportar toda la parafernalia sin estar seguro de que era la mujer con la que quería compartir el resto de mi vida, como dicen en las películas. También tuve que aguantar las preguntas de amigos, conocidos y no tan conocidos sobre los motivos, como si se pudiera responder con una frase, como si hubiera una sola cosa, como si fuera sencillo resumir en un minuto la montaña de piezas rotas que habíamos ido creando hasta derrumbarla.

Tantos años tirados a la basura sin saber muy bien cómo.

Tantos años de tropiezos que acababan en accidente con múltiples heridos.

Ahora tengo su recuerdo amargo siempre en el paladar y un pinchazo en las costillas cuando escucho su nombre. No hay nada agradable por el momento, espero que el tiempo se encargue de borrar lo malo y de ir sacando a la superficie lo bueno del principio y algunos destellos de auténtica genialidad que tuvimos por el medio.

Y en ese último momento de recoger mis cajas de la mudanza, de ver un paisaje tan familiar convertido en un extraño vinieron a mi cabeza aquellas primeras palabras, aquellas que le dije cuando ella tenía dudas:

—No te preocupes, si fuera tú tampoco me elegiría.

Es cierto, espero que nadie me elija nunca, no se merece tanto sufrimiento.

La hora del último te quiero.

¿Te acuerdas?

Aquella noche fuimos dejando el amor por todas partes, haciéndolo mundano, haciéndolo nuestro. Lo alejamos de la divinidad y lo platónico para hacerlo cotidiano, real; para hacerlo verdad.

Lo fuimos rompiendo a pequeños trozos y lo dispersamos.

Quedó un poco sobre la barra de aquel bar en el que colocaste tu mano sobre mi rodilla por primera vez, y en aquella farola en la que nos sujetamos borrachos sin atrevernos a darnos un beso. También en el colchón que vio juntos en primer lugar nuestros cuerpos, nuestros versos, nuestros nombres. Perdimos un poco en los asientos del coche, y en el ascensor en el que parecíamos fieras buscándonos las grietas.

Nos olvidamos un poco en plazas anónimas que se acuerdan de nosotros aunque tú y yo las hayamos olvidado. Se nos cayó en la acera en la que tropezamos un día de lluvia por no soltarnos de la mano.

Lo dejamos un día en la última fila de la línea 6 de camino al centro, también en los taxis, y encontramos algo más que droga en los baños de una discoteca.

Lo alimentamos como se alimentan las buenas historias, sin querer, o queriendo más de lo que nos podíamos permitir sin darnos cuenta. Y creció como hacen los monstruos en la oscuridad, rápido y dando miedo.

Porque el amor, a veces, da más miedo que Mefistófeles tratando de engañarnos.

También dejamos parte en lugares que sólo tú y yo sabemos, habitaciones de puertas cerradas y luces apagadas en las que conteníamos la respiración para que nadie nos escuchara. Perdimos un poco en algunos conciertos junto con la voz, y la ilusión, y los saltos bañados en cerveza.

En los libros que llevan nuestras firmas.

Los bares que nos han visto sonreír.

Las ciudades que nos dejaron ver sus puestas de sol.

Las canciones que nos han dejado cantarlas.

Hemos ido dejando tantos pedazos en todo lo que hemos vivido que sólo queda uno, y lo tengo guardado en un cajón junto a un reloj que todavía marca la hora del último te quiero que escuché en tu boca.

Sujétame fuerte, yo no quiero irme.

Algún día.

¿Qué estamos haciendo?

Ha pasado otro año sin que pase nada y mientras pasa todo.

La decepción dentro de mí sólo hace que crecer y crecer, y el desgaste emocional es tan intenso, tan grande, que he llegado al momento crítico, a ese en el que se abren las compuertas del embalse porque va a desbordarse de un instante a otro por culpa de las lluvias torrenciales de otro frente del norte.

Y me quedo en silencio como mecanismo de protección.

Y me quedo parado para no hacer(nos) más daño.

Ni me gusta la Navidad ni las sonrisas postizas, ni los abrazos que la gente guarda durante el resto del tiempo para desempolvarlos justo ahora que hay que desenvolver regalos y abrir sobres.

Sólo hago que repetir una serie de preguntas en mi cabeza pero ya sé todas las respuestas de antemano, porque tengo ese defecto, el de saber que todo lo malo que pienso sucede, el de saber que todo aquello que va en mi contra acabará pasando, porque la suerte siempre es para los demás antes que para mí.

Estoy tan desubicado, tan fuera de lugar en todas partes, ni siquiera soy capaz de encontrarme estando conmigo mismo. Y ya no sé qué me queda, si sucumbir a este ruido infernal que hay en mi cabeza o acallarlo a golpes. Y ya no sé cómo hacer para salir del Averno, para arrepentirme de todo y buscar la absolución.

Vivimos en este tren de sentimientos lleno de paradas en las que sube y baja gente, lleno de retrasos, de cambios de horario, de descarrilamientos. Vivimos parando en estaciones en las que no queremos detenernos, obligados a seguir unos raíles que no queremos seguir. La libertad suena a otra cruel mentira, como suena el amor, la magia y la bondad de las personas.

Yo que había leído en braïlle tus cicatrices ahora tengo que conformarme con recuerdos, con versos, con canciones que siguen y seguirán hablando de nosotros.

Por ponerte a salvo me he puesto ante el peor de los peligros.

Por ti me he convertido en niebla, bruma y brisa estival; en guerrero, rey y bufón; en tablero, pieza y jugador.

Ojalá algún día sonría de verdad contigo.

Ojalá algún día tú, pero sobre todo también yo.

Dejar de respirar.

¿Crees que hemos hecho algo bueno? ¿Que lo nuestro ha merecido la pena?

Me has dicho que me quieres sin apenas estar despierta. Y, sin embargo, tus palabras suenan tan vacías, porque vas a dejar que todo esto se pierda entre la lluvia como las putas lágrimas del épico desenlace de Blade Runner.

Y entonces da igual todo, al final no importa que luches, que tengas ganas, que quieras, porque nada sirve. Todo eso que te dicen apenas importa, apenas tiene sentido, porque se cuela como cualquier rata se cuela en una alcantarilla y se pierde en el fondo entre el resto de desechos.

Y duele, claro que duele.

Joder si duele.

Y no te lo crees hasta que pasa, y lo sientes, y notas como quema, que el cristal desaparece, caes de bruces contra el suelo sin tener tiempo de reaccionar para poner las manos y detener el golpe.

Supongo que he estado tan ciego que no he querido ver la realidad, que no he querido darme cuenta, que prefería vivir en la burbuja a enfrentarme a la verdad. Supongo que he sido yo el que ha seguido estirando el hilo hasta el infinito con tal de agarrarse a un poco de esperanza, con tal de no volver a sentir las ganas de morir poco a poco que siento ahora.

Si piensas que eres un idiota los demás lo acaban pensando, tenemos esa manera de mimetizarnos con el entorno, la jodida empatía. Y yo lo he dicho tanto que me lo he creído, al final he acabado siéndolo y tú lo has asumido como tal.

Tu rechazo es algo así como una herida mortal. Tu silencio una manera de desangrarme lentamente.

Lo único que quiero en el fondo es alguien con quien poder dormir sin que me duela el pecho y me falte el aire. Una mujer a la que olerle el pelo, acariciarle la mano, besarle el cuello, y follar como si cada noche fuera la última. Alguien con quien hablar y compartir, y que se harte de mi palabrería y que me harte con la suya. Y que aunque haga como que no me escucha se quede con cada detalle, y que aunque haga como que no la escucho me quede con cada detalle, con cada suspiro, con cada parpadeo. Con todas esas casi invisibles cosas que sean importantes para ella. Lo mismo que queremos todos, o lo que yo creo que deberíamos querer.

La única cura, para esto que me pasa, va a ser dejar de respirar pronto.