Leo tu piel como si fuera mi libro favorito, y soy capaz de descubrir puntos suspensivos, signos de interrogación y puntos y comas mientras te descifro. Adivino aliteraciones y paranomasias en tus besos, y me pierdo entre concatenaciones y anáforas cada vez que puedo, sin saber muy bien por qué ni cómo. Somos maestros de la hipérbole y el oxímoron, de hacer arder el hielo, brillar en medio de la noche y congelarnos por culpa del fuego.
Soy incapaz de distinguir ciertos tipos de poesía, ni de contar bien las sílabas de un verso alejandrino, ya no sé hacer un análisis sintáctico sin equivocarme y admito, sin vergüenza, que tengo cientos de clásicos sin leer.
Y llegas tú y te conviertes en el cuerpo perfecto para estudiar toda la literatura universal, capaz de resumirme las epopeyas griegas, las mil y una noches y las historias de Tolkien. Haciéndome seguir las aventuras de Sherlock y Moriarty, el juego del gato y el ratón, a través de tus costillas y divagar sobre el bien y el mal con Goethe y Nietzsche si bajo de tu ombligo. Me podría colgar entre tus piernas con Dune y Fundación, y enredarme en tu pelo con Orgullo y Prejuicio; acercarme a tu oído con Bolaño y Clarice Lispector, y mirarte a los ojos repasando la Generación del 27.
Quizá por eso tengo una estantería llena de libros que no deja de crecer.
Al final, todos los días llega un momento en el que tomo aire, me doy un respiro mientras miro por la ventana y observo cómo la gente vive ajena a todos mis pensamientos.
Un poco más de paciencia, amor.
Y no sé si estoy escribiendo para que me leas, o sólo estoy hablando conmigo mismo.