No sé por qué no me canso de buscarte entre mis sábanas. No entiendo este afán de creer que todo ha ido siempre bien. Este desastre que creamos era una especie de paraíso perdido en el que los dos vivíamos sin límites, creyéndonos invencibles, pensando que jamás nos haríamos daño, imaginando que nos podríamos curar aunque fuera en la distancia de las noches de verano.
Yo estaba intentando dibujarnos un futuro mejor, (sí, para los dos) porque se supone que merecemos querer y ser queridos. Merecemos la verdad, la pasión, las caricias sin ningún tipo de mecanismo de contención, morirnos de calor al mezclar nuestra saliva.
Y ahora están todas las acuarelas por el suelo, poniéndolo todo perdido de colores con los que teníamos que pintar nuestros cuerpos antes de ponernos a retar al sol y a las mareas.
Y sigo tus huellas en la arena, tratando de encontrarte de nuevo antes de que el mar lo borre todo, como mi cerebro quiere borrar tu recuerdo cuando me baño entre lágrimas ácidas. Y no lo consigo ni con otros cuerpos más dóciles, más ágiles, más suaves que tocan a mi puerta.
No sé si hemos sido sólo guerra y vicio, o si realmente había amor en tus palabras, en tus abrazos, en tus susurros y en tus miradas de reproche.
Lo malo (o lo único bueno) es que luego la veo: me abraza, me besa, me mira, y se me olvida el dolor, el sufrimiento y la tristeza.
Como si nunca hubieran estado ahí.
Como si fueran las nubes que se van después de la tormenta.
Y vuelta a empezar.