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Y nunca pasa.

Parece que algunas personas no se dan cuenta de que el resto no somos objetos, que no somos de usar y tirar, que aunque parezcamos muros infranqueables por fuera acabamos siendo frágiles como una lágrima al resbalar por la mejilla. Y hay quien hace caso omiso y te utiliza como un trapo cuando le apetece, y te sonríe una vez y te gira el rostro otras diez. No sabes por qué pero tú sigues ahí siendo el sparring perfecto, la almohada en la que apoyarse cuando duele la cabeza, la luz cuando da miedo la oscuridad, el hombro en el que llorar.

¿Y para qué?

Para nada, hay personas que lo confunden todo, el amor, la amistad, los lazos de sangre, con el egoísmo, y nadie se merece eso. Nadie merece que lo utilicen y luego se olviden de él en la primera curva y lo dejen olvidado porque no se lo pueden llevar al hotel de vacaciones, como a aquel cachorro que comprasteis en Navidad y que ahora supone una carga. Y es que si no estás dispuesto a cuidar a alguien no le preguntes cómo está, si no estás dispuesto a besar a alguien no le llames por las noches, si no le echas de menos no se lo escribas jamás.

Se nos da muy bien crear falsas expectativas en los demás y hacer que la esperanza crezca para después derribarla con sólo un golpe del dedo índice. Y no sabemos el daño que hacemos, no sabemos el dolor que provoca romper una ilusión moldeada con mimo y delicadeza.

Es como cuando yo abro los ojos y espero que estés conmigo.

Y nunca pasa.

Como cuando pienso que vas a estar esperándome con una sonrisa cuando abra la puerta.

Y nunca pasa.

Como cuando suena el teléfono y veo tu nombre en la pantalla.

Y nunca pasa.

Como cuando necesito tu abrazo y un beso en el cuello.

Y nunca pasa.

Como cuando sólo quiero tumbarme en el sofá contigo y que pasen las horas sin que importe el tiempo.

Y nunca pasa.

Yo no sé qué hice en las otras vidas, pero te aseguro que en esta ya he recibido de sobra mi castigo, que he cumplido mi pena, que arrastro mi condena. Y no sé por qué sigo estando aquí, en la línea de salida, esperando a que vengas a por mí.

 

Besar otros labios.

Somos hijos del destino.

Porque si no, yo no entiendo cómo estamos los dos aquí de pie sujetándonos todavía la vida con las manos.

Asumamos que el azar lo ha elegido así, que en medio de este caos sin control, de toda esta nube tóxica, nos hemos encontrado en el momento menos esperado, de la forma menos esperada. Con la misma suavidad con la que se deslizan unos patines por el hielo, o resbala una lágrima por cualquier mejilla. Con la misma facilidad con la que los buenos ganan en las películas o se roba un caramelo a un niño.

Las sombras están de nuestro lado y esa forma de actuar sacada de los libros de espías británicos, con el gris de campaña de fondo, con los encuentros furtivos, con el pintalabios manchando el cuello de la camisa.

Hemos conseguido aguantar después de un desastre tras otro, tras sufrir una lluvia de relámpagos rompiendo el cielo, tras mojarnos los pies y todas las vértebras pisando charcos sin querer.

Y supongo que todo eso debe significar algo, aunque no queramos darnos cuenta.

Si después de todo no tiramos la toalla.

Y resistimos en el ring.

Y aguantamos los golpes.

Y nos negamos a perder sin oponer resistencia.

A estas alturas no dejamos que nadie nos diga cómo hacer el equipaje, ni que nos paren los pies. Es hora de subir a la cima y de cavar el túnel, de romper el hielo y hacer fuego, de ser alma y carne, de perdernos y volver a encontrarnos, de mirar atrás y sonreír porque a partir de ahora todo será mejor.

Yo ya sé que soy su pasatiempo favorito, quizá por eso duele tanto.

Aún así me repito sin parar que ella no puede darme más, y prometo en voz baja que me gustaría olvidarla.

Pero es que besar otros labios no va a ser la solución.

Piénsalo bien.