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Sé que no lo entiendes.

Bailar con los problemas como si todo se pudiera resolver como se resuelve la última nota de un vals, convivir con ellos sin que se nos nublen los días de manera irremediable.

Te voy a proponer un juego en el que ganamos los dos.

Yo te enseño a esquivar las balas, a saltar acantilados, a buscar nuevos planetas. Tú me enseñas a mirarme al espejo sin desviar la vista, a plantar mi bandera en los lugares en los que quiera quedarme, a besar sin desgastar. Quiero abrazarte sin romperme, no tener la sensación de estar perdiendo el tiempo cuando miro la pantalla del teléfono hasta que sale tu nombre, poder sonreírte sin sentir que voy a romperme hasta ser arena volcánica como la de las playas islandesas.

Me dejas marchar con los brazos caídos, mirando al horizonte, como si no hubiera más opciones. Te has dado por vencida mientras yo he intentado luchar. Vamos a naufragar por no corregir las velas buscando buenos vientos. Vamos a estrellarnos por no querer afrontarlo todo cogidos de la mano, con miedo pero juntos.

Me dejas sin esperanza.

Sin esperanza nos convertimos en seres vacíos, de ojos opacos, que se reflejan en las canciones más tristes de todos los idiomas.

Llevo demasiado tiempo sentado al otro lado de la puerta esperando a que aparezcas y ya tengo algunas canas, y arrugas bajo los ojos. También dice mi madre que tengo la mirada triste, y no me atrevo a decirle que es porque me enamoré sin saber protegerme.

Nunca se me ha dado bien hacer las cosas a medias, nunca he sabido ir a medio gas en la vida, y cuando algo me importa, cuando creo que algo vale la pena me dejo las manos, la piel, y normalmente el corazón.

Habías entrado como entra un rayo de luz entre las nubes negras un día de tormenta. Eres siempre ese haz que se cuela para meter el verano entre la lluvia, que calienta donde normalmente hace frío.

Yo sé que no lo entiendes, que no me entiendes, pero es fácil para mí si eres capaz de sanarme las heridas sólo con un roce en mi cuello.

Yo sé que no lo entiendes, que no me entiendes, pero es fácil para mí porque no he querido antes así.

Yo sé que no lo entiendes, pero si te quedas quieta es como si estuvieras muerta.

Sé que no lo entiendes, pero prefiero la soledad infinita a tener a alguien que no seas tú.

Mi rutina preferida.

Mi rutina preferida consistía en besarte todas las mañanas y era el mejor motivo para levantarse y afrontar el día. Una especie de recompensa e impulso al mismo tiempo que ayudaba a que lo viera todo de forma distinta, a que a pesar de las nubes grises que siempre me rodean el mundo pareciera un lugar que merece la pena. Y fue así durante un tiempo, hasta que todo se derrumbó, hasta que cayó la primera ficha de dominó que hizo que todas las demás le siguieran y volví a sentir que no era nadie, que no soy nadie para ti.

Vuelta al vacío, a la caída libre, a la moneda que se queda en el fondo de la fuente siendo un deseo que nunca se cumple.

A mí me parece una auténtica broma, con las guerras que hemos ganado, con la de luchas que hemos tenido entre las sábanas y fuera de ellas, con la de muros que hemos saltado sin darnos apenas cuenta, sólo con las manos, sólo con verdad. Verdad, lo único que pido, lo único que puede hacer que lo que hay entre dos personas sea realmente indestructible. Porque si tenemos que ocultarnos, si tenemos que mentirle a quien se supone que más queremos, qué sentido tiene cerrar la puerta y quedarte a solas con esa persona, y compartir tu intimidad y tus miedos, ilusiones, alegrías y esperanzas.

Nuestro momento se ha quedado suspendido en el aire, a medio camino entre el todo y la nada, sostenido por cuerdas invisibles que necesitan poco para romperse.

Yo no he acabado de adaptarme a este nuevo tablero de juego, a las nuevas normas, a esta manera de tener que callar y pasarlo todo por alto, fingir absoluta indiferencia cuando hay rabia y dolor, y cenizas donde debería haber vísceras y huesos.

Echo de menos aquello de no tener que preocuparme porque eras real, porque existías en mi día a día, porque no eras una mera fantasía a la que aferrarme en la penumbra de mis sueños.

Echo de menos asegurarme tu sonrisa, rescatar tu corazón, anestesiarte por dentro, como dice Miss Caffeina.

Mi rutina preferida sigues siendo tú.

El invierno más largo.

Seguimos siendo niños descalzos que no saben de qué va el juego. Seguimos siendo tan inocentes como irresponsables, y hacemos daño sin querer porque no vemos nunca más allá.

Inconscientes, ajenos, despreocupados; la desgracia siempre nos pilla desprevenidos. No vemos venir los golpes, ni las olas, ni los huracanes. Y tampoco los besos, el amor y las derrotas.

Apenas hemos rascado la superficie tú y yo, y nos creemos que ya lo sabemos todo. Y la respuesta directa es un no rotundo pero en forma de murmullo lejano.

¿Te cuento un secreto?

Mi única intención era levantarme cada mañana para besarte más y mejor que el día anterior, y abrirte la puerta con una sonrisa, enfadarnos por que se nos ha vuelto a olvidar comprar café para el desayuno.

Mi única intención era aprender contigo día a día, no dejar de crecer.

Y ahora tengo una llaga en el corazón, que no se va.

Todo es inercia, fuerzas gravitatorias que no entiendo, electrones girando, bases nitrogenadas fuera del sitio adecuado; y amaneceres que lo llenan todo de luz para callarnos la boca, para que dejemos de hacer el idiota y nos paremos por un momento a pensar. Mira ahí, si el sol vuelve a salir por el mismo sitio que ayer y se volverá a esconder. Lo que hagas en medio es cosa tuya, y la conciencia y la memoria no dejarán de hacerte recordar.

Me siento como un muro por el que la hiedra no quiere ir trepando, como el último al que eligen para entrar en el equipo, el trazo que se sale del círculo. Porque nada ni nadie es mi sitio.

Aquí estoy, jugando solo, sonriendo a ratos, llorando otros.

Quiero los abrazos, los besos, las confesiones, las noches en las que dormir era secundario, volver contigo a las trincheras, alumbrarnos con la mirada, respirarnos a escondidas, quitarnos el barro y la sangre de las heridas con caricias. Todo era más fácil cuando la única preocupación era comerte con calma, dejar que la magia saltara al darnos la mano, cuando mirábamos las flores de los balcones y me clavabas las uñas en la espalda entre jadeos.

Sólo queríamos bailar y abrazarnos, escaparnos tan lejos que nadie pudiera perseguirnos; y aún sonrío si lo pienso.

Tenías (y tienes) el don de hacerme sentir invencible sólo con mirarme, de hacerme fuerte con sonreírme, de hacerme inmortal con tu cuerpo contra el mío. Ahora que estás lejos me siento tan pequeño, tan débil, tan muerto que no sé si llegaré a sentir el calor de la próxima primavera.

Este va a ser el invierno más frío, el más cruel.

Ya no estás.

Ya te has ido.

Y no vuelves.

Este va a ser el invierno más largo.

Y lo peor, es que no te has dado cuenta de que estoy hecho añicos.

Saltos de esquí.

¿Alguna vez te has preguntado por qué alguien se atrevería a hacer un salto de esquí?

No sé, yo de manera habitual tampoco pero hoy sí. ¿Cómo decide uno practicar ese deporte? ¿Qué puede llevar a alguien decidir que lo que más le gusta en el mundo es saltar desde un trampolín enorme hasta dar con la nieve o con la hierba? La verdad es que no tengo ni idea. Se me escapa la respuesta como se me escapa casi todo en esta vida, como te me escapas tú. Y tampoco sé los motivos, ni acabo de entender nada.

La mayoría de las veces creo que todo lo que me pasa es por culpa mía, aunque realmente no comprenda el trasfondo de la situación. También, en parte, porque me parece de cobardes echar la culpa a los demás sin saber si realmente lo es. También porque no sé si puedo culpar a alguien que hace algo sin que exista realmente una mala intención.

Tampoco es esa la cuestión, no se trata, como siempre, de buscar culpables ni responsables. Al final de la partida uno tiene que ser consecuente y asumir sus decisiones, y si duele pues que duela. Para algo comenzamos el juego sabiendo que sería yo el que perdería mucho antes de llegar a la final. Para algo quisimos encender fuego sabiendo que se nos iría de las manos tarde o temprano. Para algo nos enredamos hasta que la cuerda se nos anudó en el cuello.

Pero, ¿sabes qué es lo importante después de todo, lo que debería servir, lo que debería prevalecer e imponerse sobre todo lo demás?

Que sigo aquí.

Sigo aquí.

Sentando en el mismo sitio de siempre, con el café ya frío de tanto esperarte.

Sigo aquí.

Mirando el reloj impaciente, con las mismas ganas de verte que tenía el primer día.

Sigo aquí.

Asomado al balcón para ver si llegas y me toca sonreír esta vez.

Quizá es que para ti nuestro amor tiene el mismo sentido que para mí lo tiene alguien que quiera hacer saltos de esquí en verano.

Eso, eso sí que lo explicaría todo.

No sé qué piensas pero yo nunca te habría soltado de la mano.

Huracanes en tu falda.

Prefiero siempre el refugio y el abrigo que me otorga la noche, sensación de protección y libertad, de no deberle nada a nadie, de no tener que sonreír por pura cortesía. Y también prefiero la noche porque siempre acabas apareciendo entre la niebla, en medio de la lluvia que me cala hasta los huesos, me tiendes la mano, me besas la frente y caes rendida.

Te has quedado sin fuerzas y coges el aire a bocanadas, la vida te ha arrollado sin pensarlo y no te deja dormir a pierna suelta.

Insomnio, alcohol, pastillas.

Las alucinaciones hipnagógicas son el pan de cada día y el cuchillo en medio de la espalda está llegando cada vez más profundo.

Y luego están los momentos en los que me coges por sorpresa y me das un beso en medio de la calle, o te aferras a mi mano, y saltamos cualquier charco en el que se reflejan las luces de neón. Y no hay laberinto en el que tengamos miedo de perdernos.

Invencibles, con una armadura dorada que nos protege de todo lo que nos hace daño.

Pero cada cierto tiempo hay jornada de puertas abiertas en nuestras miserias y volvemos a sentir el sabor de la sangre en el paladar, nuestros dientes en el barro, nuestras manos manchadas de penas. Nos vuelve a abrazar la triste indiferencia del que sabe que nada bueno va a pasar, del que ha perdido la ilusión y se le nota en las pupilas.

Solemos hacer oídos sordos cuando estamos juntos en la cama, cuando nos arde la piel bajo las sábanas deshechas, cuando escuchamos la sangre bombeando en nuestros oídos, cuando el único mensaje que lanzamos hacia el cielo es el de nuestro placer. Una tregua en medio de la madrugada, tu sabor en la punta de la lengua, tu genética mezclándose con la mía, y la sensación ardiente en los pulmones y en el bajo vientre.

Lo acabamos dejando todo de lado, sin aprovechar cada minuto, sin luchar con la fuerza suficiente, escupiendo con rabia como si no fuéramos a acabar bajo una fría lápida, a tres metros bajo tierra.

Vamos a desperdiciar la vida separados, y la gran putada es que es la única que tenemos. Pero te aseguro que, a pesar de todo, seguiré siendo capaz de predecir huracanes en tu falda.

Te miro a los ojos, trago saliva como puedo y lo digo, aunque me cueste:

―Sabes que algún día no estaré.

Y me callo un:

―También sabes que no vas a hacer nada para evitarlo.

Y acabará dando igual que te quiera, que me quieras, porque sólo habrá dolor.

Voy a ponerle otro cerrojo al corazón.

[Retírate del juego, necio.]