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Eres como Florencia.

Últimamente todos los días tienen esas trazas de desasosiego de un domingo por la tarde. Esa sensación de vacío de cuando volvías del pueblo al final del verano y tocaba retomar la realidad. Ese inexplicable sentimiento de añoranza, de pérdida, de no ser capaz de volver el tiempo atrás para poder disfrutar de todo de nuevo con más intensidad. Esa incapacidad de dejar atrás experiencias para poder afrontar las nuevas.

Todos los días comienzan a adoptar el mismo color cálido, amarillento y apagado de los campos de trigo después de la siega. Todos los días comienzan a ser un cenicero lleno de colillas que nadie recuerda vaciar. Y me repito, y voy a acabar yendo de bar en bar con tal de intentar olvidar.

Y, ¿sabes qué?

Echo de menos cuando llenabas mis días de color, aunque tú dijeras que todo iba mal, aunque el mundo se desmoronara bajo nuestros pies. Pero íbamos cogidos de la mano y me daba igual absolutamente todo. No me importaban ni la tectónica de placas, ni las guerras remotas, ni la capa de ozono, ni la estación espacial internacional. Tampoco me importaban los libros de Kant, el turismo en Madrid, las banderas rojas de las playas ni los parques para perros. Porque ahora y siempre has hecho que todo se esfume, que lo demás se quede en ese ángulo muerto en el que ya no puedes verlo.

Y, ¿sabes qué?

Echo de menos que crezcan primaveras por allá por donde caminamos, con lo que a mí me gusta el frío del invierno, el paisaje helado y blanco. Echo de menos que nos broten flores de las manos cada vez que nos tocamos. Y que surjan fuentes con cada uno de nuestros besos. Y, sobre todo, echo de menos esa sonrisa limpia, la de cuando no te preocupa nada, la de cuando te sientes libre y caminas decidida; y te conviertes entonces en el motor que mueve mi vida.

Te digo una cosa, de verdad que te permito toda esta guerra si luego vas a llenarme de paz, si vas a allanarme el camino, si los días van a ser durante un tiempo mar en calma y noches estrelladas.

Te permito todo si los relojes y los calendarios van a ser invisibles para los dos, si nos pasaremos las tardes mirando por el balcón, si cuando seamos viejos vamos a sentirnos más jóvenes y fuertes que nunca mientras nos damos las buenas noches y nos dejamos caer sobre el colchón.

Y es que no sé para mí eres como Florencia, tan bonita que si no existieras habría que inventarte.

 

Florencia y tú.

Como cada Agosto, hacía demasiado calor en Florencia. Hacía noche de arrancarte la blusa y que los vecinos de la Santa Croce te escucharan gritar.

Todavía puedo notar tus piernas cerca de las mías mientras volvíamos a casa a lomos de una Guzzi 850 T3 de color negra, riéndonos de las Vespas y los Fiat que ocupaban avenidas y aceras. Y tus brazos rodeando mi cintura, tu cabeza apoyada en la espalda con el cabello al viento. Hasta el tráfico infernal de la capital de la Toscana nos parecía motivo de alegría por aquel entonces, cuando sólo queríamos escuchar a Max Gazzè y Liftiba mientras bebíamos y nos desnudábamos a cada rato que podíamos.

Éramos tan jóvenes que la vida aún nos parecía un juego, una partida de cartas con los amigos, unas birras frías los sábados por la mañana, unos paseos cerca del Arno al atardecer, besarnos en Piazzalle Michelangelo.

Éramos tan jóvenes que nos bastaba con bebernos el uno al otro, con comernos los miedos y las inseguridades a base de besos húmedos y abrazos, empapados, en el balcón.

Éramos tan jóvenes que nos recitábamos poesía y veíamos Cinema Paradiso una vez a la semana sin cansarnos.

Y es que nos quisimos como si no fuera a llegar el final.

Estoy convencido de que los Médici, desde sus tumbas, nos miraban con enfado cada vez que nos saltábamos los semáforos y acelerábamos entre los coches. Y todo el arte de la ciudad me parecía poca cosa cuando te tenía en mi cama.

Ni Miguel Ángel, ni Brunelleschi supieron lo que era tenerte entre las manos, acariciarte como si fueras cristal de Murano a punto de romperse. Juraría que La Primavera de Botticelli cambió de estación cuando pasaste por delante.

Lo peor de todo es que no echo de menos caminar delante de Santa Maria del Fiore, ni cruzar el Ponte Vecchio lleno de turistas. Echo de menos cogerte de la mano y darte un beso detrás de la columna más perdida. Echo de menos llenar tu copa de vino y que acabe por el suelo. Echo de menos que dejes que tus bragas se deslicen hasta los tobillos.

Echo de menos que todo esto sea verdad.

Tinta invisible.

En aquel momento, jóvenes e idiotas, nos daba igual vivir pegados, no tener espacio propio, estar obligados a respirar juntos las veinticuatro horas del día. Compartir la pasta de dientes, robarte un trago del café del desayuno, que me dejaras en la puerta del trabajo después de un beso en los labios. Aún recuerdo con una sonrisa que duele tus enfados matutinos cuando quería quedarme dormido en lugar de levantarme a estudiar.

El tiempo ha pasado y cada vez más me parece que nunca fuimos de verdad, que todo es una invención más de mi cabeza, como todas estas letras. Hubo una época en la que hubiera dejado de morir por ti, en que quise ser eterno para no tener que abandonarte nunca, en que habría preferido arder en llamas a tener que decirte adiós.

Y ahora, ya no sé si reír o llorar. Ahora miro atrás y puedo descubrirme feliz en cada recuerdo del que formas parte, entiendo entonces que la vida ha hecho mella en mí, que deja huella y no tengo fuerza para borrar todas esas marcas que fuiste dejando en mi piel. Llevo por tu culpa un mapa de tatuajes invisibles que narran nuestra triste historia.

Eres tinta que no se borra.

Espero algún día, aunque sea lejano, poder coger aire sin pensar en ti, sin que me duelan los veintiún gramos de alma. Ojalá deje de buscarte en la mirada de otras, y deje de sangrar tan rápido. Acabaré siendo el dragón al que le cortan la cabeza con la espada bien afilada.

Hay días que cierro los ojos y quiero viajar en el tiempo para morir abrazándote sin sentirme culpable, porque es cierto, tenías razón. Con tanta nube gris en mis entrañas nunca fui capaz de quererte como merecías, ni cuando dejaste tu corazón entre mis torpes manos.

Te lo pido por favor, tú no mires hacia atrás, siempre estuviste mejor sin mí. Yo puedo seguir el viaje solo, estoy acostumbrado a cargar con mi equipaje, mi conciencia y esta puta memoria que todo lo guarda y que me arrastra a quemarme entre tus llamas.

Eres tinta invisible, y te llevo siempre conmigo.

Demasiado jóvenes.

El mundo ha vuelto a derrumbarse un domingo por la tarde, escucho el crepitar del fuego de un incendio a kilómetros de distancia, en medio de aquel desastre en el que habitaron un día nuestros besos. Supongo que el dolor se irá algún día pero está tan presente, tan pegado al esternón, tan adicto a mí, que por el momento ha decidido permanecer conmigo, él dice que no se va.

Las tormentas las llevo por dentro y estoy seguro de que asoman a la pupila y amenazan a quien se atreve a mirar más de la cuenta. No preguntes si quieres conocerme, no te atrevas a abrir la puerta del peligro y las verdades, deja la llave echada a todos esos años que pesan y me retienen. Arrastramos lastre, caminamos con cadenas pesadas que no nos dejan subir a la superficie a coger aire y nos consumimos viendo porno y masturbándonos con desgana con tal de matar el tiempo libre y olvidar nuestras ausencias.

Ha vuelto la ansiedad, las ganas de echar a correr y buscar refugio, el mal dormir y el querer emborracharme cada vez que no estás. Ha vuelto la angustia de despertar solo y escuchar el silencio en casa.

Ha vuelto la necesidad de un abrazo, de escuchar tu voz y de poder mirarte a los ojos sin que vayas a desaparecer cuando menos me lo espere.

Que al final sólo queremos unos brazos que nos recojan del suelo, unos labios que nos besen la sien y que nos susurren que todo irá bien, aunque sea mentira. Porque parece que el camino nunca acaba de ser el adecuado, que siempre hay trampas, obstáculos y piedras para equivocarte en cada una de ellas.

Somos demasiado jóvenes para estar tan jodidos.

Somos demasiado jóvenes para estar nostálgicos.

Somos demasiado jóvenes para buscar el amor de nuestra vida.

Somos demasiado jóvenes para pretender que sabemos algo de la vida y querer escribirlo.

Demasiado jóvenes para quemarnos la punta de los dedos cada puta vez que nos rozamos las manos sin que nadie se de cuenta.

Demasiado jóvenes para sentirnos fracasados.