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Cómo destruir a la persona que te quiere.

Trompetas de guerra en el aire y yo ya estoy dentro del refugio, sin necesidad de escuchar la sirena antiaérea. Yo ya me había dado cuenta hacía mucho tiempo de que todo estaba mal, de que todo se iría pronto por el retrete, de que no nos haría falta a esperar a que subiera la marea para ahogarnos con la espuma que nos sale por la boca.

Llevo tanto tiempo siendo un loco que ya no recuerdo lo que es estar cuerdo, y es que al final me he dado cuenta de que las cosas nunca cambian que lo que cambia es la forma en la que nosotros miramos y lo vemos todo. Y yo he tenido claro siempre que el viento nunca ha soplado para hinchar mis velas y llevarme junto a ti pero es que creo que tú has conjurado a todos los dioses del Panteón para mantenerme lejos, para que me quede atrás. Soy como ese vampiro al que no invitas a entrar a tu casa por mucho que quieras que te muerda.

Si lo que querías era convertirme en un desconocido lo has hecho bien, te doy el aprobado. Ahora sólo soy capaz de verte en sueños y ni siquiera en ellos puedo ya tocarte. Ahora sólo soy capaz de conciliar el sueño de puro cansancio cuando el sol vuelve a asomar por la ventana, cuando la noche se acaba.

Supongo que a la próxima, si es que hay próxima vez, buscaré a alguien que de verdad sepa lo que hace, que no juegue, que no lance un te quiero y esconda la mano después, que no use todas sus armas de destrucción masiva contra mis labios y después no se quede a recoger parte del desastre.

Yo ya he redactado una lista de Cómo destruir a la persona que te quiere en cinco cómodos pasos y no sé si la has leído pero los has seguido uno a uno, al pie de la letra, y sin inmutarte lo más mínimo.

Te dije que siempre prefería la verdad y tú decidiste mantenerte callada, usar la gravedad, el paso del tiempo, el silencio rastrero. Y es que con las personas que te importan se es sincero, se sacan fuerzas, se pasan nervios y se afrontan las consecuencias. No se puede enarbolar la bandera de ser buena persona si se va haciendo daño aunque no sea conscientemente, si se evita el problema.

Hay maneras de actuar que sólo hacen que incrementar el rencor, la rabia, avivar la llama hasta ahora inexistente del odio.

No sé tú pero yo voy a intentar hacer las cosas siempre mejor. Que mi insomnio y mi ansiedad nunca sean culpa de estar luchando contra la conciencia, que sean sólo por culpa del desamor.

Huracanes en tu falda.

Prefiero siempre el refugio y el abrigo que me otorga la noche, sensación de protección y libertad, de no deberle nada a nadie, de no tener que sonreír por pura cortesía. Y también prefiero la noche porque siempre acabas apareciendo entre la niebla, en medio de la lluvia que me cala hasta los huesos, me tiendes la mano, me besas la frente y caes rendida.

Te has quedado sin fuerzas y coges el aire a bocanadas, la vida te ha arrollado sin pensarlo y no te deja dormir a pierna suelta.

Insomnio, alcohol, pastillas.

Las alucinaciones hipnagógicas son el pan de cada día y el cuchillo en medio de la espalda está llegando cada vez más profundo.

Y luego están los momentos en los que me coges por sorpresa y me das un beso en medio de la calle, o te aferras a mi mano, y saltamos cualquier charco en el que se reflejan las luces de neón. Y no hay laberinto en el que tengamos miedo de perdernos.

Invencibles, con una armadura dorada que nos protege de todo lo que nos hace daño.

Pero cada cierto tiempo hay jornada de puertas abiertas en nuestras miserias y volvemos a sentir el sabor de la sangre en el paladar, nuestros dientes en el barro, nuestras manos manchadas de penas. Nos vuelve a abrazar la triste indiferencia del que sabe que nada bueno va a pasar, del que ha perdido la ilusión y se le nota en las pupilas.

Solemos hacer oídos sordos cuando estamos juntos en la cama, cuando nos arde la piel bajo las sábanas deshechas, cuando escuchamos la sangre bombeando en nuestros oídos, cuando el único mensaje que lanzamos hacia el cielo es el de nuestro placer. Una tregua en medio de la madrugada, tu sabor en la punta de la lengua, tu genética mezclándose con la mía, y la sensación ardiente en los pulmones y en el bajo vientre.

Lo acabamos dejando todo de lado, sin aprovechar cada minuto, sin luchar con la fuerza suficiente, escupiendo con rabia como si no fuéramos a acabar bajo una fría lápida, a tres metros bajo tierra.

Vamos a desperdiciar la vida separados, y la gran putada es que es la única que tenemos. Pero te aseguro que, a pesar de todo, seguiré siendo capaz de predecir huracanes en tu falda.

Te miro a los ojos, trago saliva como puedo y lo digo, aunque me cueste:

―Sabes que algún día no estaré.

Y me callo un:

―También sabes que no vas a hacer nada para evitarlo.

Y acabará dando igual que te quiera, que me quieras, porque sólo habrá dolor.

Voy a ponerle otro cerrojo al corazón.

[Retírate del juego, necio.]

El club de los corazones idiotas.

Siempre tenemos ganas de pelea, de enredarnos más de lo que es conveniente, de dejar que lleguen los tiempos difíciles y plantar cara aunque parezcamos dos brotes tiernos de hierba, un par de cachorros indefensos.

Nos arriesgamos a mandar cartas sin escribir nuestros nombres para que nadie nos descubra, a ver eclipses entre las nubes, a acelerar por caminos escarpados.

El tiempo ha vuelto a engañarme, se ha hecho eterno de nuevo al marcharte y no soporto este vaivén de mecedora. No aguanto que me salves unos segundos y me castigues el resto del tiempo.

Este edificio de cristal se viene abajo, con todos sus ventanales.

Me dijeron que no tuviera prisa, que con el amor pasa como con las cosas de palacio. Me dijeron que no tuviera miedo, y tengo que ir luchando día a día para intentarlo.

Ya no sé lo que es dormir sin que me duela la cabeza y el pecho.

Ya no sé lo que es deambular por la selva cotidiana sin arrastrar noches de insomnio por tu culpa.

No te has percatado todavía de lo que has hecho conmigo, y no te culpo. Aunque creemos que nos preocupamos por alguien al final siempre nos ponemos los primeros, forma parte de nuestra naturaleza. Es el instinto de supervivencia.

Tendemos a ser inmóviles, a que no nos cambien las cosas de sitio. Intentamos mantener un orden y que no nos molesten demasiado. Lo nuevo nos da pánico, acabar una etapa y empezar otra; dejar atrás familia, amigos, relaciones. Es porque todavía no hemos entendido que la vida es un ciclo que está lleno de cambios, y que debemos adaptarnos como hacen las especies: a la luz, al sol, el frío o el calor. A hablar otros idiomas, a dejar de acariciarnos cada día, a morir de ganas sin tenernos, a correr cien metros y saltar las vallas.

Y yo que en el fondo tampoco lo entiendo sigo intentando coger el aire que nos quieres darme, trato de robar los besos que quieres guardarte; por eso sigo destrozándome los nudillos contra cada pared que me recuerda a ti y contra cada vagón de tren pintado que me hace pensar en mi banal existencia.

Pero no aprendo.

Soy el inútil del perro de Pavlov que siempre acaba salivando al verte.

Seguiría nadando río arriba si fuera a encontrarte, descifraría enigmas del pasado para cogerte la mano, te buscaría en las letras de la Divina Comedia si así lograra volver a engañarte y meterte en mi cama.

Qué jodido el amor y la vida, y qué tonto el corazón, que nunca aprende y no quiere hacerlo.

Qué jodido un nosotros sin futuro.

«Querido amigos, el club de los corazones idiotas abre sus puertas.

Sed bienvenidos.»

[Que sí, que si lo lees. Es por ti.]

Monstruos nocturnos.

Cae la noche y nos lamentamos.

Es ese instante en el que se va el sol cuando empezamos a pensar en todo aquello que nos preocupa, en los pasos no dados, en las decisiones no tomadas, en el tiempo perdido. Será que se nos da mal darnos cuenta de las cosas a plena luz del día, quizá es algo que arrastramos desde que salimos de la cueva y tuvimos que aprender a hacer fuego para no morir de frío.

Afuera ya no queda nadie por las calles, y mientras la gente duerme yo soy incapaz de conciliar el sueño. Otra noche en la que el insomnio es mi única compañía, otra noche en la que voy a hacer que crezcan las ojeras. Dicen que no hay que beber café por las noches, pero una taza me acompaña mientras camino, inquieto, por la casa, sin saber muy bien por qué algo se me ha aferrado al pensamiento, como una losa, como un lastre y no me atrevo a descubrir qué es.

Otro monstruo.

Otro más.

Otra carga que arrastrar hasta el infinito.

Un par libros me vigilan desde la mesita de noche, empezados, abandonados, igual que yo. Apartados a mitad del camino porque no acaban de convencer.

Si consigo cerrar los ojos mientras sujeto el teléfono en las manos no tarda en visitarme una punzada en el pecho y la taquicardia, y el dolor se vuelve a disparar.  Y tengo que darle otro trago al café, abrir la ventana y escuchar el ruido de fondo de la ciudad para volver a darme cuenta de mi posición, de dónde estoy.

Sigo sin saber quién soy, ni qué papel juego en toda esta historia.

Y Madrid y una gata que apenas conozco se ríen de mí.

También.

A estas alturas de la partida tengo claro el resultado. Asumirlo me costará un poco más.

Me acabo el café, cierro la ventana por culpa del frío y me sumo en la oscuridad, sin esperanzas de ser capaz de dormir las dos horas que faltan hasta que suene la alarma que me tenga que poner en marcha.

Mañana será otro día igual, o incluso peor.

Tiro con arco.

Recuerdo los domingos por la mañana, recuerdo pisar el terreno del campo de tiro con arco y la emoción de colocar las flechas, de tensar la cuerda y de cerrar un ojo para intentar dar en el centro de la diana. La sensación de calma y nervios mientras observaba el objetivo y me concentraba en controlar el pulso y soltar la flecha en el momento preciso.

Hubo un tiempo en el que tenía buena puntería y supongo que la fui perdiendo con el paso de los años.

Por eso entiendo que ahora siempre apunto mal, siempre elijo mal, siempre lo hago todo mal. Quizá la puntería, el saber elegir, es cuestión de práctica, como todo lo demás en la vida y lo he ido dejando tanto de lado que ya no sé cómo hacerlo.

Y la verdad es que hace mucho que no creo en los milagros, ni confío en ningún ente invisible de los que se supone que viven en las alturas, pero me vendría bien un poco de ayuda. Ayuda, o mejor un simple empujón que me saque del camino y me haga ver que mis intentos no son más que una locura, y que nunca debí salir de donde estaba metido.

Soy como un pequeño hombre hecho de arena que se deshace con la lluvia, el viento y cada giro del reloj, y acabaré convertido en polvo y flores en alguna tumba sin nombre.

Ahora han vuelto el insomnio, la taquicardia repentina, el dolor a media tarde y el golpear los nudillos contra la pared mientras maldigo toda mi estupidez.

Que nunca quise quemarme por dentro y ya lo hago.

Me voy preguntando cada día cómo voy a desintoxicarme de tus manos cuando todo pase y sólo veo sombras. Siento el metal clavarse en los huesos, llenarme de frío, y tus uñas dejando cicatrices en cada centímetro de mi piel.

Siguen diciéndome que no me preocupe, que cierre los ojos, que la noche es joven pero yo me voy sintiendo cada vez más viejo, más cansado, sin saber qué hacer.

Me veo caminando a oscuras por cualquier carretera, mientras brilla la luna, intentando olvidar, intentando que me trague el mar. Y será la tercera o cuarta, o quinta vez. Y aún así, seguiré buscando las señales, buscando el rumbo para llegar a ese destino al que nos dijeron de pequeños que todos debemos aspirar.

Tengo que volver a entrenar mi puntería.

Debería dejar de pensar, debería ponerme freno, debería haberme pegado el tiro en la sien antes de que fuera demasiado tarde.

La realidad y todos mis sueños tienen el mismo final, porque al abrir los ojos ya no estás.

Todo son mentiras.

Se repiten las noches de insomnio, la taquicardia al despertar y el sudor frío empapando las sábanas limpias.

Se repiten las pesadillas, el quemarme tocando el hielo, el ahogarme en el primer vaso de agua.

Se repiten las palabras entrecortadas, las manos temblorosas, las despedidas en voz baja.

Primavera, buen tiempo, buena cara.

Y todo son mentiras.

Siguen los puñales clavados en la espalda, y las heridas, y me pregunto si esto va a ser así toda la vida.

Siguen la incomprensión, el dolor, tanta mierda arrinconada dispuesta a salir en cualquier momento.

Siguen el cansancio, la falta de fuerzas, y escribir con rabia cada palabra.

De nada sirve nadar contra las olas.

Y todo son mentiras.

Aprendí a ser actor para no tener que dar explicaciones, preparar el papel cada mañana al salir por la puerta de casa y sonreír por pura inercia, mimetizarme con el resto, acostumbrarme a una normalidad que nunca siento.

Ando a todas horas en una obra de teatro de la que desconozco el guión y el resto de la compañía va y viene. Y el escenario está vacío y la luz me enfoca a mí otra vez. Y la mayoría de veces sólo escucho las risas enlatadas de todo este circo contra mí.

Sólo soy otro maldito bufón para entretener al rey.

Un lienzo salpicado de grises y negros. Soy como un jodido cuadro de Pollock que nadie entiende, manchas de pintura, expresionismo abstracto.

«Esto no es arte, es una broma de mal gusto«.

Supongo que todo acabará algún día. Que el timón del barco cambiará, que la rosa de los vientos me volverá a guiar fielmente, que la constelación de Andrómeda no dejará que me pierda de nuevo, y el efecto Coriolis hará que vuelva otra vez al centro de la esfera.

Y todo son mentiras.

Pero podrían ser verdad.