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Consejo de sabios.

Con el frío que hace y tú con las ventanas abiertas y el alma por fuera, como si quisieras que cualquiera te hiciera daño, como si quisieras ponerlo fácil para después poder justificar tus actos.

No se puede ser injusto con el resto únicamente por pensar que la vida no se ha portado de manera adecuada contigo, ni se puede culpar a otros de las decisiones propias. Al final saltamos porque decidimos saltar, nosotros, por mucho que haya otros detrás empujando con fuerza.

Siempre podemos plantarnos, anclarnos al suelo y levantar el dedo corazón en el momento oportuno.

Y digo siempre, aunque no lo haga nunca.

Debemos establecer nuestras propias prioridades, utilizar la honestidad que pretendemos usar con los demás contra nosotros mismos, ver nuestros errores y ponerlos en la balanza, del mismo modo que hacemos con las equivocaciones del enemigo.

O eso, o aprendemos a convivir con nuestra propia hipocresía.

Y nos relajamos, nos dejamos llevar, navegamos hasta donde nos lleve la corriente sin quejarnos del resultado. Que es lo que hacemos al final para quedarnos tranquilos, para no exigirnos tanto, para tratar de alejarnos del límite en el que no somos capaces de distinguir toda esa gama de grises que existe entre el negro y el blanco, donde buceamos todos.

Otro día más las agujas del reloj marcan la medianoche, tú señalas al cielo, yo señalo la cama. Desechamos otro beso como si nos sobrara el amor, desafinamos en otra despedida, seguimos buscando esa tercera dimensión que de respuestas a todas nuestras preguntas infinitas.

Algunas veces la única forma de ganar es rendirse, pero me niego a admitirlo.

Y aquí sigo,

ponedme una vela, estoy atrapado.

Que el diablo te acompañe.

El otoño llega cambiándolo todo: el color de las hojas, la temperatura, el ánimo de la gente, la ropa de calle y de cama, los besos, la luz de la ciudad; y todo se reduce a caminar con las manos en los bolsillos de los vaqueros, la espalda ligeramente agarrotada y la mirada perdida deambulando por el barrio.

Y sigo con dolor de cabeza y no so soy capaz de distinguir si es resaca, una contractura cervical o la vida diciéndome que me muera.

He tachado otro día del calendario sin sentirme orgulloso por nada, sin ganas, sin que me importe demasiado lo que pasará mañana o la semana que viene, sin tener un futuro planificado, sin saber si algún día conseguiré que mi cerebro se calle y se apiade de mí.

No tengo ningún clavo ardiendo al que agarrarme, ni la honestidad necesaria conmigo mismo para dejarme ayudar, ni abrazar, ni entender. Prefiero seguir dentro de esta nube tóxica que son mis pensamientos, mi visión gris del mundo y las personas.

Prefiero seguir entre las ruinas de mí mismo sin poder reconstruirme, jugar a esta versión difícil del día a día, hundirme en los charcos y en el pozo, volver a la cueva desnuda de la que vengo y dejar que caigan las ramas y llegue la nieve, y el frío que no se va ni con hogueras, ni tus sonrisas más tiernas.

Algunos días escucho una risa cínica antes de dormir que me susurra:

Que el diablo te acompañe.

Y sé que no puedo hacerte feliz, y que estoy perdido.

Y vuelvo a entrar en las tinieblas y en mis pesadillas más oscuras.

Todo lo que me gusta incluida tú.

Un escalofrío recorriendo mi espalda.

El frío del invierno en la garganta.

La sensación de llegar a la sombra en pleno agosto.

Decir que no sin sentirse culpable.

Degas, Monet y Renoir.

El café cuando hay mucho sueño.

Aterrizar después de un viaje Transatlántico.

La luz del mes de Mayo entrando por la ventana.

Los libros nuevos que cuentan viejas historias.

Las canciones desesperadas de cantautor desconocido.

Las fiestas de pueblo.

El olor del monte cuando hace tiempo que no llueve.

Las noches despejadas.

No ser el centro de atención.

Salir airoso de situaciones complicadas.

Los lobos.

Amber Heard.

Las sinfonías de Mahler.

El silencio en las bibliotecas.

Las vidrieras de las catedrales.

Londres en verano.

El mar en calma.

El movimiento de las hojas con el viento.

La piscina de la aldea a primera hora de la mañana.

La Generación del 27.

Llegar a casa después de un viaje largo.

Piazzolla.

Las palmadas en tu culo.

Susurrar al oído.

Fotografías antiguas.

Leer en voz alta.

El grupo de los Cinco.

Las expediciones polares.

Sin City.

Dejar que los dedos paseen por las teclas del saxofón.

Las estrellas sin nombre.

Escribir toda la mierda que me viene a la cabeza.

Cerrar los ojos cuando asumo los problemas.

Bécquer.

El sonido de una Olivetti.

Buscar soluciones para lo que no tiene solución.

Y luego estás tú, podría escribir una lista interminable de todo lo que me gusta de ti y los por qué, pero no hace falta. Me gustas por todo y por nada, porque eres igual que el resto y especial al mismo tiempo, porque sonríes y te enfadas, y me miras y me esquivas, y me quieres.

Me gustas porque era imposible que tus ojos me dejaran indiferente, que no mordiera tus labios, que no me temblaran los huesos, que no derrumbaras mis muros, que dejara pasar de largo tus caderas.

Me gustas porque era imposible que no me gustaras.

[Destino, suerte, piedra del camino o meterme en la boca del lobo buscando la herida.]

Me gustas porque eres tú y soy yo.

 

 

 

 

Alma.

Debe existir algo más en la vida que moléculas, física teórica y neurotransmisores que expliquen todo el mundo que nos rodea y nuestros comportamientos como seres vivos, algo más allá, menos lógico, menos tangible que justifique por qué actuamos de determinada manera.

Debe existir un ente invisible que no se puede buscar ni en resonancias magnéticas ni en análisis de sangre, eso que algunos llaman alma pero sin que tengamos que darle ningún componente religioso o místico. Debe ser esa parte de nosotros mismos que nos permite analizar nuestros actos, decidir si actúamos de una u otra forma. Ese centro en el que se conjugan todos los sentidos y nos hacen vibrar, esa pequeña cueva en la que se acumulan las sensaciones, los sentimientos y nos proporciona el lujo de saber apreciar las letras, las notas de una canción, o la luz exacta del amanecer entre las ramas de los árboles. Eso que nos hace abrir la puerta de nuestro pecho a algunos desconocidos para que se acurruquen sin miedo contra nosotros, que nos concede el privilegio de ponernos a temblar al sentir una caricia, que nos saca una lágrima efímera al ver por primera ver la cúpula de Brunelleschi, que nos ata un nudo en el estómago al leer sobre los crímenes de guerra.

Algo que hace que sólo quiera mirarte a los ojos, besarte hasta quedarme sin aliento, cuidarte hasta que se acabe el tiempo.

Algo tan primitivo, tan etéreo, tan volátil como un te quiero pronunciado a oscuras en una fría habitación después del sexo.

El invierno más largo.

Seguimos siendo niños descalzos que no saben de qué va el juego. Seguimos siendo tan inocentes como irresponsables, y hacemos daño sin querer porque no vemos nunca más allá.

Inconscientes, ajenos, despreocupados; la desgracia siempre nos pilla desprevenidos. No vemos venir los golpes, ni las olas, ni los huracanes. Y tampoco los besos, el amor y las derrotas.

Apenas hemos rascado la superficie tú y yo, y nos creemos que ya lo sabemos todo. Y la respuesta directa es un no rotundo pero en forma de murmullo lejano.

¿Te cuento un secreto?

Mi única intención era levantarme cada mañana para besarte más y mejor que el día anterior, y abrirte la puerta con una sonrisa, enfadarnos por que se nos ha vuelto a olvidar comprar café para el desayuno.

Mi única intención era aprender contigo día a día, no dejar de crecer.

Y ahora tengo una llaga en el corazón, que no se va.

Todo es inercia, fuerzas gravitatorias que no entiendo, electrones girando, bases nitrogenadas fuera del sitio adecuado; y amaneceres que lo llenan todo de luz para callarnos la boca, para que dejemos de hacer el idiota y nos paremos por un momento a pensar. Mira ahí, si el sol vuelve a salir por el mismo sitio que ayer y se volverá a esconder. Lo que hagas en medio es cosa tuya, y la conciencia y la memoria no dejarán de hacerte recordar.

Me siento como un muro por el que la hiedra no quiere ir trepando, como el último al que eligen para entrar en el equipo, el trazo que se sale del círculo. Porque nada ni nadie es mi sitio.

Aquí estoy, jugando solo, sonriendo a ratos, llorando otros.

Quiero los abrazos, los besos, las confesiones, las noches en las que dormir era secundario, volver contigo a las trincheras, alumbrarnos con la mirada, respirarnos a escondidas, quitarnos el barro y la sangre de las heridas con caricias. Todo era más fácil cuando la única preocupación era comerte con calma, dejar que la magia saltara al darnos la mano, cuando mirábamos las flores de los balcones y me clavabas las uñas en la espalda entre jadeos.

Sólo queríamos bailar y abrazarnos, escaparnos tan lejos que nadie pudiera perseguirnos; y aún sonrío si lo pienso.

Tenías (y tienes) el don de hacerme sentir invencible sólo con mirarme, de hacerme fuerte con sonreírme, de hacerme inmortal con tu cuerpo contra el mío. Ahora que estás lejos me siento tan pequeño, tan débil, tan muerto que no sé si llegaré a sentir el calor de la próxima primavera.

Este va a ser el invierno más frío, el más cruel.

Ya no estás.

Ya te has ido.

Y no vuelves.

Este va a ser el invierno más largo.

Y lo peor, es que no te has dado cuenta de que estoy hecho añicos.

Borrón y cuenta nueva.

Ha llegado diciembre y el frío, y estoy buscando el calor en fotografías en las que aún sonrío, en las que aún sonríes.

Puede que me equivocara desde el principio.

Nunca debí dejar tan claro que siempre iba a estar ahí, que me tendrías para todo pasara lo que pasara. Fue algo así como quedarme sin armas a la primera de cambio, fue como hacerme un trapo para que me usaras y me desecharas, fue como ser tu pañuelo de lágrimas para que pudieras reír y vivir con los demás mientras yo me quedo aislado. Pero quise darlo todo, quise exponerme por completo, arriesgarme por una vez en la vida y ha salido mal.

Ha salido realmente mal.

Quizá es que tenía que haberme ido cuando sí me echabas de menos, cuando aún había posibilidades de que hubieras venido a buscarme, de que no me dejaras marcharme.

Ahora ya nada tiene sentido.

En mi cabeza todo es una espiral de caos, de palabras, de besos, de sueños, de fracasos, de ansiedades, de miedos, de abrazos, de despedidas, de gestos tímidos, de verdades a medias, de silencios críticos, de días pasados, de conversaciones que nunca aclaran nada.

Los pies metidos en el lodo, el corazón en punto muerto, las manos sujetando una taza de café, el sol de invierno riéndose de mí, y la tristeza en mi sofá creciendo cada día, como la escarcha en los cristales de los coches.

Sigo esperando a la nada, sigo creyendo en lo imposible, sigo de pie sin saber muy bien cómo ni por qué. Y ha dado igual todo, mis intentos, mis palabras, mis verdades. Se han quedado suspendidas en el aire, y yo pensaba que se detenía el tiempo pero llevo más de veinte meses muriendo sin saberlo.

Y tengo que admitir que esta vez pierdo la partida y la ocasión, que me he perdido y también te he acabado perdiendo a ti, que te aferras tanto a lo conocido.

Admítelo de una vez, sólo soy un tachón en tu libreta, un simple borrón en tu historia.

Lo peor de todo es que yo no quiero hacer cuenta nueva si no estás conmigo.

Y sigue doliendo.

La piel cansada.

¿Que si me acuerdo de la primera vez que te vi? ¿Cómo no iba a hacerlo? Si aún te miro como entonces, como si todo fuera nuevo, como si fueras un regalo al que estoy quitando el envoltorio con prisa porque me muero de ganas de ver qué hay dentro, como si no supiera lo que hay detrás de tu sonrisa y tu mirada, como si no supiera que tras la ropa sólo hay piel cansada y lágrimas saladas.

Estamos hechos de cosas que no se olvidan y vacío, de pequeños fragmentos de pasado y deseos, de esperanza y viejas historias.

Yo no sé si mañana vamos a ser sólo aire o si vamos a estar bajo la misma piel de lobo manteniéndonos lejos del frío. Ni siquiera sé si voy a verte despertar algún día más, ni siquiera sé si voy a despertar algún día más. Tampoco sé si habrá dinero o si me queda café en la despensa y puedo seguir viviendo, o hacer lo que hago.

Pero no importa, lo que importa es que estoy aunque no me veas, aunque no puedas tocarme cada vez que quieras.

Estoy.

Justo a tu lado.

Estoy como está una sombra, o una huella sobre la arena, sin que te des cuenta, sin que le des importancia. Pero no somos nadie sin sombra. Mira lo que le pasó a Peter Pan, que huía de ella, y cuando la perdió y volvió a encontrarla tuvo que acabar cosiéndola. Porque tenemos miedo a todo eso que es parte de nosotros mismos, porque intentamos no ver ni mirar hacia dentro, porque no sabemos qué hacer con nuestros sentimientos llenos de nudos ni sabemos mirarnos al espejo sin cerrar los ojos. Tememos hacernos adultos, crecer, ser responsables, y asumimos que algunas cosas no deben cambiar para no tener que volver a empezar.

No creas que me pasan estas cosas con cualquiera, que nadie me ha hecho perder el sueño como tú, que nadie me ha hecho temblar en la oscuridad como tú, que nadie me ha besado con prisa como tú lo has hecho, que nadie me ha borrado las dudas de golpe como tú lo has hecho.

Escribiría por ti miles de páginas sin esfuerzo, y sonreiría cuando las nubes grises se posaran sobre nosotros, cantaría desafinando después de dos cervezas si es cuestión de reír contigo. Si tuviera que elegir te salvaría a ti de cualquier desastre.

Quizá por eso yo lo tengo todo tan claro y tú no.

Las golondrinas de Bécquer.

Los labios cortados por el frío, la mirada más en el año próximo que en el presente, los dolores de cabeza que no cesan, la angustia que sigue instalada en el centro del pecho, el temor que es como una gárgola de piedra que lo observa todo desde las alturas de una catedral gótica y siempre está preparada para cobrar vida y caer sobre nosotros.

Siempre.

El ardor en el estómago, el temblor en los dedos alargados, los besos frágiles, los huesos convertidos en polvo.

Claro que no sabes lo que quieres.

Claro, porque nunca te han enseñado que podrías tenerlo, porque te han metido en la cabeza que no mereces nada, que te tienes que conformar con lo que sea que te toque, que tienes que encogerte de hombros, bajar la mirada y seguir adelante como puedas, aunque sea arrastrándote.

Te han dicho que hay decisiones irrevocables y que hay que asumir las consecuencias de tus actos.

Claro que no sabes lo que quieres.

A mí también me pasa, que pienso que merezco todos los castigos, que las penitencias me las he ganado a pulso, que creo que no me puede pasar nada bueno en la vida porque eso no es para mí.

Pero también sé que siempre hay tiempo.

Para todo.

Para comprar un billete, para girar el volante, para no beber otra copa, para cerrar o abrir una puerta, para decir te quiero, para romper un contrato, para darse media vuelta, para mirar a los ojos, para gritar al viento, para coger un tren, para encender una hoguera, para pegar los fragmentos.

En esta vida hay tiempo para todo hasta que se pierde la oportunidad.

Las oportunidades a veces son efímeras y otras se mantienen flotando en el aire hasta que acaban por disolverse con el paso de los meses. Y lo malo de las oportunidades es que no hacen como las golondrinas de Bécquer.

Las oportunidades son como el amor de tu vida, que pasa por delante, y si no te aferras, se va y nunca vuelve.

Y siempre te arrepientes.

Nuestra hora.

No sé si tú te acuerdas de aquellas noches en las que nos daba igual el frío y lo combatíamos todo con abrazos desde el sofá.

No sé si tú también estás esperando a los días de lluvia para venir conmigo y dejar que pase el tiempo y la vida por delante.

No sé si tú recuerdas los gemidos ahogados contra la almohada y el corazón bombeando con más fuerza que nunca.

No sé si tú también intentas que se rompa el muro para dejarme entrar para siempre en tu pecho.

No sé si tú también necesitas mi saliva en tu piel y mis manos sobre tus caderas.

Yo creo que el único problema es que has dejado de soñar, te has obligado a hacerlo y no te das cuenta de que da igual que sea un desastre porque es perfecto así, con todas las astillas que nos clavamos, con todos los cristales que dejamos por el suelo y que nos pueden cortar si caminamos descalzos.

Y yo ya sé que no tengo que esperar nada de nadie, ni confiar, ni dejarme llevar, porque siempre me doy de bruces, y que tengo que aprender a gestionar las decepciones y los fracasos e intentar salir más fuerte después de cada golpe. Pero es que no me creo que todo esto sea artificial. No me creo que la gravedad no haga contigo lo mismo que hace con mi alma poniéndola a tus pies. No me creo que nuestro límite esté acercándose como lo hace una valla en una carrera de cien metros.

Estás a tiempo aún y el Universo no hace más que mandarte señales, y en esto pasa como en el tráfico, que si no haces caso a las señales acabas chocando contra algo.

Estamos a tiempo de hacerlo todo, de tenerlo todo, de querernos con todo y sin nada. No te dejaría de lado por mucho que la vida se me pusiera en contra, no te olvidaría aunque quisiera hacerlo.

Nada de esto es el preludio del final.

Hazme caso, cierra los ojos, dame la mano.

 

Yo que ya sabes que siempre pienso lo peor, que dejé el optimismo a un lado cuando cogí aire por primera vez, aún no veo cuervos ni aves carroñeras sobrevolando sobre nosotros esperando a la tragedia, pero es porque no llega, porque no toca. Tampoco hay gatos negros mirándonos fijamente desde el alféizar de la ventana.

Sigo aquí, respirando contigo en la penumbra, oliendo todavía a vino y tabaco.

Sigo aquí, esperando que el despertador no suene para que no tengas que marcharte otra vez.

Es hora ya, la nuestra.

Como dice la canción, nos toca arder con chispa de futuro.

Un respiro.

Otro domingo de golpes y caídas.

Te das cuenta de que estás solo cuando no tienes a nadie con quien llorar y tienes que abrazarte a la almohada para sentirte un poco reconfortado.

Otro domingo lleno de minas de sal, de silencio en casa y ruido en las calles.

Estoy roto en tantos pedazos que cada vez que intento recomponerme lo hago peor y ya no sé cómo era mi yo original. Alguien con tantos destrozos, uno detrás de otro, no puede acabar bien.

Y ya no puedo mirarme al espejo sin sentir pena de mí mismo.

Necesito un respiro, coger aire antes de ahogarme de una vez y para siempre. Necesito una pausa, un momento de dejar la mente en blanco, de no pensar en nada, de no existir. Si tan sólo pudiera desaparecer unas horas, dejar de ser, dejar de hablar, de imaginar, de ver, de escuchar.

Ha llegado un punto en el que mis letras me duelen casi tanto como la realidad y no puedo soportarlo y necesito parar, golpear el teclado, tirarlo todo por la borda y no escribir durante un tiempo.

Necesito detenerme en este punto y mirar hacia dentro y prender la mecha para ver si esto cura de verdad o todo es mentira. Necesito pensar si todo este tiempo lo que había en mi cabeza han sido puras fantasías o ha sido algo real. No sé si este descanso durará días, semanas, o quizá meses; pero creo que necesito un tiempo para dejar de hacerme más daño a mí mismo.

Ya he tenido suficiente.

Me quedo aquí de pie, mirando el Ártico tan perdido o más que siempre. La inmensidad helada y yo congelándome como siempre ha debido ser. Yo muriendo de frío sin ser capaz de ver un rayo de sol. No sé por qué intenté encontrar un camino que no está hecho para mí.

Esto no es un adiós, de verdad, lo digo sinceramente (como cuando la miro a ella a los ojos).

Esto no es un adiós, sólo un hasta luego.