Un hilo de luz colándose por tu ventana, el cielo yendo desde los tonos azules y rosados a un fundido a negro, el pensamiento silencioso pero latente, el corazón inquieto de nuevo por tu ausencia.
La vida es como una escalera. Desde la infancia hasta la senectud. Al inicio todo parece muy fácil, sencillo, nos cuesta poco avanzar pero con el paso del tiempo, conforme ascendemos peldaños nos cuesta más, nos vamos quedando sin aire, perdemos las ganas y la ilusión. Y por eso todo acaba siendo tan difícil, es complicado mantener la llama intacta, querer y desear algo igual que el primer día. Escalón tras escalón debemos sopesar las situaciones, meditar, valorar, reflexionar. El día a día está lleno de verbos de la primera conjugación.
Somos dos causas perdidas que pueden encontrarse mutuamente, porque sabemos salir del fango, sabemos superar el día a día y las vallas más altas, sabemos evitar los golpes secos y apagar incendios con saliva.
Cada vez que estoy contigo creo que voy a parpadear y vas a desaparecer de un momento a otro, que te vas a ir, que vas a deshacerte como una escultura de arena entre mis manos, que nada de lo que ha pasado ha sido real. Que mi cabeza fantasiosa ha vuelto a hacer de las suyas y todo es mentira, que nunca me has acariciado la nuca, ni besado en el cuello, ni sonreído en la penumbra cuando marcábamos destinos lejanos sobre nuestra piel desnuda.
Podríamos subir esa escalera estribo tras estribo, juntos, al mismo paso, sin prisa, disfrutando de la escalada hasta llegar a la cumbre. Agarrarnos de las cuerdas que nos encontremos y trepar cada dificultad. Aprovechar el impulso y tomar aire. No temer a los abismos que se abran a nuestros pies porque juntos no puede pasarnos nada malo. Sonreír sin que hagan falta los milagros, sin que tengamos que creer en nada más que en nosotros mismos.
Y es que al fin y al cabo, sólo quiero dormir a tu lado, abrazarte con los ojos cerrados, que veamos juntos todos los días desde la cima del mundo, que la cúspide de todo sea nuestra cama.