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Bienvenida a mi otoño.

Debemos dejar atrás esas épocas de sentirnos envoltorios vacíos, de pensar que sólo somos otro fraude, de imaginar que las personas están mejor sin nosotros.

Porque rara vez es cierto.

Todo esos pensamientos de inferioridad, de creernos menos, de sentirnos diminutos frente al resto están dentro de nuestra cabeza y la mayor parte del tiempo los demás no lo comparten. Digo la mayor parte del tiempo por no decir nunca.

Pero qué puedo hacer cuando me siento tan poca cosa, cuando no puedo dejar de compararme, cuando pienso que en realidad soy lo último que necesitas a tu lado. Qué hago cuando todavía no me quiero lo suficiente como para hablar de verdad y sin miedo de todo lo que estoy guardando para ti.

Tengo tan marcado a fuego que no merezco nada, que puedo conformarme con poco, que debe ser suficiente con lo que los demás quieran darme.

Llevo tan adentro la culpabilidad, el castigo, y esa sensación de que no puedo ser feliz, de que tengo que contentar siempre a los demás antes que a mí mismo.

Y ahora empieza a estar todo lleno de hojas secas por el suelo, de viento en las calles, de faldas al vuelo, de cabellos despeinados, de corazones temblando. Y todo parece un problema. Se hace antes de noche, nos sentimos más solos y no hay nadie para consolarnos. Ni palmadas en la espalda, ni palabras de ánimo, ni sonrisas que te tranquilicen durante más de veinticuatro horas seguidas.

Nos toca volver a preguntarnos dónde están aquellos primeros días del verano donde todo parecía ir bien, aunque fuera más una sensación que una realidad frente a nuestros ojos.

Nos toca volver a dejar que se enfríe el café mientras pasa el vendaval y volvemos poco a poco a nuestro sitio.

Quizá estamos así porque aún no te has dado cuenta de cuáles son mis verdaderas intenciones.

Quizá es que no crees que todo lo que digo que siento pueda ser real.

Quizá es que estás viéndolo todo con el prisma equivocado.

Quizá te quieres tan poco a ti misma como me quiero yo.

Quizá es que aún no entiendes que soy solución y no problema en tu vida.

Tinta invisible.

En aquel momento, jóvenes e idiotas, nos daba igual vivir pegados, no tener espacio propio, estar obligados a respirar juntos las veinticuatro horas del día. Compartir la pasta de dientes, robarte un trago del café del desayuno, que me dejaras en la puerta del trabajo después de un beso en los labios. Aún recuerdo con una sonrisa que duele tus enfados matutinos cuando quería quedarme dormido en lugar de levantarme a estudiar.

El tiempo ha pasado y cada vez más me parece que nunca fuimos de verdad, que todo es una invención más de mi cabeza, como todas estas letras. Hubo una época en la que hubiera dejado de morir por ti, en que quise ser eterno para no tener que abandonarte nunca, en que habría preferido arder en llamas a tener que decirte adiós.

Y ahora, ya no sé si reír o llorar. Ahora miro atrás y puedo descubrirme feliz en cada recuerdo del que formas parte, entiendo entonces que la vida ha hecho mella en mí, que deja huella y no tengo fuerza para borrar todas esas marcas que fuiste dejando en mi piel. Llevo por tu culpa un mapa de tatuajes invisibles que narran nuestra triste historia.

Eres tinta que no se borra.

Espero algún día, aunque sea lejano, poder coger aire sin pensar en ti, sin que me duelan los veintiún gramos de alma. Ojalá deje de buscarte en la mirada de otras, y deje de sangrar tan rápido. Acabaré siendo el dragón al que le cortan la cabeza con la espada bien afilada.

Hay días que cierro los ojos y quiero viajar en el tiempo para morir abrazándote sin sentirme culpable, porque es cierto, tenías razón. Con tanta nube gris en mis entrañas nunca fui capaz de quererte como merecías, ni cuando dejaste tu corazón entre mis torpes manos.

Te lo pido por favor, tú no mires hacia atrás, siempre estuviste mejor sin mí. Yo puedo seguir el viaje solo, estoy acostumbrado a cargar con mi equipaje, mi conciencia y esta puta memoria que todo lo guarda y que me arrastra a quemarme entre tus llamas.

Eres tinta invisible, y te llevo siempre conmigo.