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Cero.

Empiezo de cero.

Ya sé que no me quieres.

Lo sé porque apenas me tocas, porque no eres capaz de aguantarme la mirada, porque te avergüenzas de caminar a mi lado.

Vuelven los días a pasarnos por encima, a dejarnos con las manos llenas de heridas y astillas en los huesos.

Vuelve la primavera a hacernos el mismo daño de siempre, que nos trae el amor con la brisa y  luego nos demuestra lo contrario.

Lo empapa todo la nostalgia a pesar del sol, de la temperatura y de la cerveza fría bajando por la garganta.

Ojalá pudiera deshacerme hoy como un muñeco relleno de arena al que le cortan la tela.

Ojalá dejarlo todo atrás sin que nada me pesara a las espaldas, llegar a otra ciudad, contar otra vida, inventarme un pasado repleto de aventuras increíbles, huidas suicidas e historias llenas de peleas de bar, cicatrices en la cara, whisky sin hielo y pólvora en los dedos.

Duele todo mucho.

Demasiado.

Y no me acostumbro a dejar de sentir para dejar paso a la funesta indiferencia.

Será que no puedo.

O que no sé.

Supongo que la única manera de afrontar ciertos momentos de la vida es olvidando, como mecanismo de protección, hacer como si no hubiera pasado nada, pintar de blanco y comenzar de nuevo.

Rasgar los viejos cuadros y los periódicos de antaño.

Soplar para quitar el polvo de las estanterías.

Abrir las ventanas, el corazón y los ojos.

Y esperar, llegará quien sepa darnos primaveras y abrazos sin que tengan que doler.

Lo intento.

Mira que he intentado resucitar miles de veces y aquí sigo, sintiendo que estoy muerto la mayor parte del tiempo, buscando que un riff de guitarra me transporte a alguna parte mejor.

No sé muy bien cómo definir el vacío, la sensación de indiferencia que me genera el paso del tiempo y ver que no hay logros, ni más goles en mi marcador, que no hay más medallas en mi casillero.

Quizá todo sea culpa de una percepción errónea de la realidad, de tener sueños que nunca van a cumplirse, de llevar tanto tiempo esperando ser otra persona al mirarme al espejo que es difícil asumir que ya nada es como antes, que los miedos de siempre ya no deberían estar, que ya no tengo que hacer el papel de perdedor perpetuo.

Y, sin embargo, sigo con la sensación de ir tambaleándome como si la vida fuera un sábado de borrachera cualquiera.

Me despierto siempre con dolor de cabeza y sudor en la nuca.

Y no sé corregirme, darle al botón de reiniciar, para mirar el mundo de otra manera.

Intento que mi ánimo suba por las mañanas como suben las persianas, y no consigo nada. Siento que empieza a rodearme de nuevo la maleza, que me van a atrapar las raíces, que voy a quedarme siempre pegado a la silla mirando la forma de las nubes desde casa.

Pero lo intento todo, lo intento siempre.

Intento que mis páginas no se queden en blanco.

Intento buscar un poco de firmeza al cogerme de tu mano.

Intento borrar las dudas.

Intento no huir.

Y espero hacerlo siempre mejor.

Que el diablo te acompañe.

El otoño llega cambiándolo todo: el color de las hojas, la temperatura, el ánimo de la gente, la ropa de calle y de cama, los besos, la luz de la ciudad; y todo se reduce a caminar con las manos en los bolsillos de los vaqueros, la espalda ligeramente agarrotada y la mirada perdida deambulando por el barrio.

Y sigo con dolor de cabeza y no so soy capaz de distinguir si es resaca, una contractura cervical o la vida diciéndome que me muera.

He tachado otro día del calendario sin sentirme orgulloso por nada, sin ganas, sin que me importe demasiado lo que pasará mañana o la semana que viene, sin tener un futuro planificado, sin saber si algún día conseguiré que mi cerebro se calle y se apiade de mí.

No tengo ningún clavo ardiendo al que agarrarme, ni la honestidad necesaria conmigo mismo para dejarme ayudar, ni abrazar, ni entender. Prefiero seguir dentro de esta nube tóxica que son mis pensamientos, mi visión gris del mundo y las personas.

Prefiero seguir entre las ruinas de mí mismo sin poder reconstruirme, jugar a esta versión difícil del día a día, hundirme en los charcos y en el pozo, volver a la cueva desnuda de la que vengo y dejar que caigan las ramas y llegue la nieve, y el frío que no se va ni con hogueras, ni tus sonrisas más tiernas.

Algunos días escucho una risa cínica antes de dormir que me susurra:

Que el diablo te acompañe.

Y sé que no puedo hacerte feliz, y que estoy perdido.

Y vuelvo a entrar en las tinieblas y en mis pesadillas más oscuras.

Todas las mañanas.

Vacío, supongo que es así cómo me siento en estos momentos.

Completamente vacío.

Un continente sin contenido que deambula por el mundo porque no queda más remedio, porque el resto de opciones y alternativas son mucho más trágicas, y suelen implicar sangre o alturas, y ponerlo todo perdido de vísceras y miedos.

No sé si tú recuerdas aquel tiempo en el que caernos no hacía daño porque teníamos la mano del otro para levantarnos, y entonces el viento siempre se ponía de nuestro lado para empujar las velas y devolvernos al rumbo correcto. Y podíamos llenar los pulmones e intentar volar sin miedo, aunque el corazón estuviera siempre temblando por culpa de la incertidumbre.

Lo único que puedo pensar ahora es que no me merezco tanto dolor, ni este daño, ni todas estas marcas que me has ido dejando por el cuerpo para que no pueda olvidarte. Es tan cruel la distancia cuando yo sólo quiero entender, cuando sólo quiero hablar y saber, y acabar de conocer(te) y conocer(nos).

Y ver contigo todas esas horas que nunca acaban.

¿Qué nos queda ahora? Si lo hemos ido tirando todo por el suelo, si hemos llenado el pasillo de muebles con los que tropezarnos, si hemos gastado el buen vino y los deseos en lugar de guardarlos para cuando nos hicieran más falta.

Yo creía más en ti que en mí mismo, confiaba que eras mi apuesta ganadora, el todo al rojo que me daría el premio definitivo, con el que no tendría que conformarme porque sería todo lo que siempre he querido.

Es tan injusto que sigas quemando y yo no pueda hacer nada, que no pueda olvidar, ni caminar, ni retroceder.

Es tan injusto que siga hasta los huesos por ti, y que me esté destruyendo por no saber huir, por no querer irme de donde me quedaría para siempre.

Porque siendo sincero, no se me ocurre ningún lugar mejor para afrontar la eternidad que ese hueco, que yo ocupaba, justo a tu lado.

Donde podía besarte el cuello y los labios sin que nada doliera.

Donde podía coger tu mano sin temor.

Donde podía ver tu sonrisa, lo único que me importa, todas las mañanas.

Ese extraño superpoder.

Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes, ¿verdad? Algunas veces hay que tomar distancia y aire para aprender a valorar las cosas y saber apreciarlas. Es como cuando llevas meses sin poder conciliar el sueño con tranquilidad y recuerdas cómo era la sensación de despertarte descansado. Llevo tanto tiempo sin dormir profundamente, con los motores trabajando a todo trapo, con el cerebro procesando información las veinticuatro horas del día que supongo que de un momento a otro la maquinaria parará por completo y no podré abrir los ojos durante meses.

Quizá sólo necesito un estado catatónico para recuperarme por completo.

Es todo tan horrible ya.

Esta mezcla de nerviosismo, miedo e inseguridad que nunca acaba.

Pase lo que pase.

Y es que cometemos el grave error de pretender que nos curen otros, de dejar la responsabilidad en manos ajenas. Cometemos el error de pretender que la felicidad de los demás está por encima de la nuestra.

No sabría decir muy bien en qué etapa vital me encuentro, por mucho que lo analice. He conseguido convertir en un auténtico infierno lo que debería ser un momento absolutamente feliz. Tengo esa capacidad, ese extraño superpoder, de arruinarme sin necesidad de que lo haga nadie más.

He metido la pata tantas veces y tan hondo contigo por culpa del pánico, que he conseguido asustarte y alejarte, y ya no sé cómo ni qué decirte para que veas el horizonte como lo hago yo. Para que veas que a tu lado ningún domingo me parece gris, ni odio tanto a las personas y me acaba gustando hasta el peor de los cafés. Para que veas que las cosas ya son bastante difíciles como para que las compliquemos más. Para que veas que querer también puede ser suficiente si se trata de nosotros dos. Para que veas que contigo sólo quiero sonrisas y alejar todo el dolor.

Voy a calmarme un poco después de estas semanas de tormenta incesante, voy a tragar saliva y dejar de hablar y pensar.

Voy a pedirte perdón por hacerte daño cuando es lo último que quiero.

Voy a dar un paso atrás, volver a la sombra.

Lo de alejarme demasiado, lo de olvidarte, lo intento en otra vida, que en esta no puedo.

La llave.

Aún no siento el calor, el verano este año tardará en llegar si no es que pasa por delante de mis ojos y mis manos sin que pueda cogerlo y abrazarme a él para sentirme reconfortado.

Todos los planes que un día parecieron perfectos se han ido al traste y ha dado igual la espera, el salto, incluso la caída; han dado absolutamente igual las lágrimas, las heridas, las confesiones a pecho abierto.

Ha dado igual esta vez y todas las anteriores.

Veo, sentado desde mi columpio oxidado, a los demás niños y niñas jugando a lo lejos, disfrutando bajo la sombra de los chopos. Es curioso recordar la sensación de tranquilidad y felicidad cuando hace mucho que no la vives, me transporta a los días en los que no había más preocupación que sentir el peso de tu cuerpo sobre el mío, aquellos en los que la única preocupación era preguntarnos qué íbamos a comer porque ninguno de los dos tenía ganas de cocinar, aquellos en los que daba igual besarnos por la calle y que al otro lado alguien gritara nuestros nombres.

Es tan doloroso ir convirtiéndote en una estatua de piedra para dejar de sentir, dejar de sentirlo todo, hasta la lluvia fría sobre la piel. Es tan doloroso ver tu indiferencia frente a mi cara, transcrita en forma de letras vacías contra la pantalla.

He intentado aprovechar cada momento, enseñarte cómo es el mundo desde mi vista cansada, abrazarte cuando era yo el que necesitaba que lo abrazaran.

Hay muchas cosas difíciles en la vida, eso lo tenemos claro, pero tú has sido capaz de verme sangrando sin intentar taponarme la herida, has sido capaz de apartarte unos pasos, los justos, para no tener que ser testigo de la tragedia. También tenemos claro que sobrevivimos, que la vida sigue a pesar de todo, pero no lo hace de la misma forma después de que sucedan ciertas cosas.

Me pregunto qué vas a hacer si te olvido, si de verdad acabas siendo un punto insignificante para mí; si sentirás alivio, si entenderás todo este daño, si te llenarás de la niebla densa que me recorre por dentro.

Me pregunto si entonces querrás tocar a mi timbre y besarme con ganas.

Me pregunto si debí haberme ido hace mucho para que empezaras a correr en mi dirección.

Me pregunto qué vas a hacer si un día mi puerta se cierra ante ti para no abrirse nunca más.

Tengo la llave en la mano pero aún no he decidido qué hacer con ella.

Se me hace raro, siempre has sido tú la que la llevaba en el bolsillo.

Todo es por ti.

Llevo tanto tiempo metido en mi cuadrilátero, acariciando los barrotes de la jaula creyendo que puedo volar estando preso. He tocado fondo tantas veces y siempre vuelvo a salir a flote. He llorado tantas veces y siempre encuentro motivos para olvidar las lágrimas.

Sólo he alcanzado la felicidad estando a tu lado, y qué putada.

No tengo armas con las que defenderme, ni argumentos suficientes para quedarme atrás. A estas alturas ya no puedo perder nada porque nunca lo he tenido y, sin embargo, aunque parezca lo contrario, no me rindo. Nunca dejo de luchar porque es lo único que me hace sentir que aún estoy vivo. La pelea diaria, el seguir nadando aunque el agua me llegue al cuello, y saber que aún estás ahí con la mirada perdida y siempre confundida.

Se me empaña la vista de vez en cuando y se me nubla el corazón según el día sin que pueda controlarlo, sin tener capacidad suficiente para evitar sentirme acabado, melancólico o, incluso, cínico. No sé qué pensar de mí mismo, si sólo soy un estúpido que está perdiendo el tiempo o si creo tanto en nuestro amor que podría con todo sin necesidad de levantar la voz.

Siempre he sido de fuertes convicciones y, desde hace un tiempo, tengo claro la línea que separa lo que quiero de todo lo demás.

Todo es por ti, lo bueno y lo malo, es por eso que ya no tengo modo de defenderme, de hacerme a un lado y evitar el daño, el sufrimiento que me llega ya a los huesos. No se puede dejar atrás aquello que quieres, no se pueden evitar ciertos sentimientos, ciertas ganas, ciertas certezas.

Y apareces en todo, para mi fortuna o desgracia.

Apareces siempre como esa melodía pegadiza de los anuncios que no deja de brotar en tu cabeza cuando menos te lo esperas.

Y así vuelven a mí tus ojos, tus besos, tus manos.

Y así vuelves a mí en silencio, con lluvia y truenos de fondo, y lágrimas en las mejillas y los brazos abiertos.

Todo es por ti.

Este dolor.

Esta pasión.

Esta espera.

Esta esperanza teñida de azul.

Inmarcesible.

Sin voz, quieren dejarnos sin voz, asegurarse de que no podemos quejarnos ni gritar por todo lo que nos hacen. Primero nos colocaron una mordaza y ahora quieren que apaguemos la radio y que sólo haya canciones en la Iglesia.

Pretenden que no se pueda protestar, que el miedo nos cale tan profundo que dejemos de creer que podemos hacer algo para que caigan del poder. Se han reído tanto en nuestra cara, con tanta prepotencia, con esa seguridad que da el pensar que eres intocable. Llegamos a pensar que la censura había acabado, que sonaba a polvo y a blanco y negro en este país, a los tiempos del nodo.

Están los vientos tan revueltos, las caras tan ilegibles, los pensamientos tan turbulentos. Vivimos en un contexto que lejos de ayudar nos obliga a estar enfadados la mayor parte del día y a permanecer alerta. Estamos de manera casi constante preparados para la lucha o la huida.

Convertidos en herejes por culpa de la ley y del gobierno.

La actualidad nos arrolla y los problemas diarios, y todos los otros que nosotros solos nos buscamos. No tenemos tiempo para pararnos a reflexionar, concentrarnos y recapacitar, ni siquiera para disfrutar.

Estamos tan pendientes siempre del reloj, del trabajo, de las obligaciones; que se nos ha olvidado lo que hay detrás de todo eso, hemos dejado de lado a las personas y a nosotros mismos. En el metro sólo hay gente mirando sus teléfonos, apenas hay sonrisas al cruzarse en los semáforos y cualquier mínimo gesto de ayuda nos parece digno de admirar.

Nos han quitado la paz de poder llegar a fin de mes sin sentirnos asfixiados y de no tener que redondear siempre al alza. Nos han hecho preocuparnos por el IBEX 35, el BCE y la política alemana. Nos atonta el fútbol y cualquier premio internacional. Han conseguido anestesiarnos ante el dolor ajeno: la Siria destrozada, las pateras que no llegan a su destino, la injusticia en los tribunales,  el despotismo de la televisión basura, los grandes líderes que nos llevan a la ruina.

Y a mí al final del día nada me importa porque sigo sin poder dormir pensando en ti, continúo agitándome en las sombras intranquilo, como les pasa a esos perros que saben que se acerca un terremoto, prediciendo la catástrofe.

Lo único que me alivia realmente es saber que respiras y no te duele, que no te avergüenzas de cogerme de la mano, que aún hay perdón para los dos si nos atrevemos a tenerlo.

A estas alturas sé que todo lo que me remueve por dentro y tiene que ver contigo es inmarcesible.

No hay remedio, estoy perdido.

Un rincón entre las nubes.

He vuelto a encontrarte en un bar sentada al otro lado de la puerta, justo donde nunca llega nadie, en esa mesa cuadrada y pequeña junto a la esquina en la que la luz es más tenue y la música se escucha mejor.

Se me han caído las llaves al suelo.

Creo que la última vez llevabas exactamente la misma ropa, diría que también el mismo color de pintalabios, el mismo peinado. Puede que también estuviera sonando la misma canción y que también estuvieras tarareándola mientras me observas.

Quizá es sólo un recuerdo.

Quizá es sólo mi memoria jugándome una mala pasada.

Quizá es que sigo viéndote en todas partes aunque hace tiempo que diga que no lo hago.

El camarero me saluda y me sirve lo de siempre, me conoce tanto como yo a él, somos dos perros que se han lamido alguna que otra noche las heridas. No hablamos siempre, sabemos el día en el que queremos que alguien nos eche una mano con la vida y el día que queremos que los murmullos suban de volumen para no tener que escucharnos ni a nosotros mismos. Diría que somos dos árboles caídos que se han quedado descomponiéndose en medio del bosque, devolviendo con el ciclo de la materia lo que un día les fue dado.

Doy un trago y vuelvo a mirar a la mesa, y está vacía pero tu risa aparece en mi cabeza y tu mano buscando la mía sobre la madera, y casi la siento.

Los recuerdos son a veces más amargos que un café solo y su efecto dura más, son capaces de dejarte destruido durante varios días seguidos, sin darte tregua, sin permitir que remontes. Los recuerdos son como esos medicamentos de liberación prolongada.

No pude poner mis dedos sobre las heridas más profundas, subirte las persianas, quitarte el dolor.

No vi venir el final del camino, no fui capaz de pararte los pies, ayudarte mejor.

No me di cuenta hasta que llegó el desastre y quisiste que el mundo dejara de ser tu hogar, quisiste cambiar tu esquina del bar por un rincón entre las nubes.

Y allí estás, en la mesa de siempre, sonriéndome otra vez y yo con el vaso vacío.

La mala suerte.

Quizá es mala suerte, quizá es esta capa de lodo que me recubre siempre, la que no me deja sonreír a diario, sentirme tranquilo, mirarme al espejo y dejar de tener miedo.

Quizá es la mala suerte, o sólo soy yo mismo golpeándome el pecho a diario para permitir que mi corazón siga latiendo.

Voy lleno de vendas que me cubren los ojos, lleno de mentiras que me han dejado cráteres en la piel donde ahora intentan crecer flores pálidas.

Voy lleno de historias que no interesan a nadie, de formas de hablar que no se entienden, de sufrimiento que todo el mundo toma por superficial, sin importancia y exagerado.

No sé si tú también vas enamorándote de ojos que hablan sin despegar los labios, de gente sin modales pero de alma gigante, de la justicia justa, de detalles inconcretos, de canciones habladas, de un rayo de sol inesperado colándose en la habitación.

No sé si tú también tiras los dados y sumas un uno, si siempre que miras al cielo buscando la luna encuentras un eclipse, si quieres disfrutar del camino sin haber empezado el viaje.

Quizá es mala suerte querer ser Ártico junto al mar Mediterráneo, donde los días pasan tan lentos cuando sopla el poniente.

Quizá es mala suerte quererte sin que sirva de nada, quedarme sin respiración cuando el dolor da otra punzada.

Quizá es mala suerte, o la vida haciendo de las suyas demostrando una vez más que nada importa, que todo sigue, aunque duela, aunque pese, aunque nunca podamos olvidar.

Ha caído al suelo mi torre de naipes.

No queda ni rastro de tus caricias en mi espalda.