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Jodidos por dentro.

Me sirve si todo esto vale para algo, si después de ti ya no va a llegar nadie más que me rompa en mil pedazos y trate de esconder los trozos debajo de la alfombra como si no hubiera pasado absolutamente nada, borrando los restos del crimen, intentando ocultar las verdades, los recuerdos y las deducciones que creímos hacer correctamente.

Suena Carolina Durante y el calor aprieta tanto como lo hacen tus manos alrededor de mi garganta.

El problema no lo tengo en olvidar, el problema viene cuando follar está muy bien pero de pronto vuelve tu nombre a la cabeza y tengo ganas de saltar por la ventana.

He leído que todos los escritores acaban relatando de una u otra forma sus propias historias de amor (perfectas, tórpidas, tóxicas, idílicas, eternas, medievales, platónicas, etílicas), que sufren, que se desangran, que unos lo superan y otros se quedan flotando en la balsa de la memoria hasta el fin de los tiempos.

Al final todos estamos jodidos, por uno u otro motivo, pero estamos jodidos por dentro.

Y no nos acaba curando ni el Mundial, ni la cerveza, ni una puesta de sol en las mejores playas, ni dormir abrazados a la persona que queremos.

¿Qué haces cuando no hay antídoto?

¿Qué haces cuando sabes que nada sirve?

No sé si tú también tienes esa sensación de vacío permanente, aunque a veces esté en el centro del pecho y otras lo sientas al mirarte las manos, o al mirar al techo cuando el insomnio se cuela en tu cama; como si no entendieras el propósito que tienen tus pies pisando la tierra.

No sé si también tienes la claridad de un lunático cuando se van las nubes a fin de mes respecto a la mierda de tus sentimientos.

No sé si también te odias a ti mismo, si te lamentas por todo, si sientes que has perdido el tiempo, las ganas, las fuerzas, la salud, y que sólo has conseguido llenarte de puñales y náuseas.

Ya llegará el otoño y podré esconderme de nuevo sin que nadie pregunte por mí, mientras tanto fingiremos en el mar, sonreiré para las fotos y me salvaré una vez más sin saber cómo ni por qué.

Lo único y lo último.

Predico en el desierto, hablarte a veces es como meter monedas en un bolsillo roto. Mis palabras caen al suelo, ni siquiera te paras un segundo a prestarles atención, a intentar ver más allá de las formas, buscar el verdadero significado. Te quedas con la superficie igual que hace el resto cuando no debería ser así.

Esperaba otra cosa.

Esperaba tantas cosas.

Que ya no van a suceder.

La gente ya me mira y me pide que salga de este puto agujero y no puedo. No tengo fuerzas para afrontarlo todo, hace tiempo que las paredes caen sobre mí sin que pueda sujetarlas. Hace tiempo que el corazón me parpadea como señal de alarma, para intentar evitar el dolor de manera permanente y no lo consigue, no lo consigo.

Estoy herido entre tanto fuego amigo.

No soy capaz de olvidarte, de dejarte atrás, de caminar sin buscarte con la mirada.

No soy capaz de quitarme el nudo en el estómago ni la tristeza con una ducha caliente, ni con pastillas blancas, ni con golpes en la cabeza.

Me gustaría levantarme un día y sentir indiferencia, que nada importara, que todo fuera relativo, que no me hiriera mi imaginación, ni una palabra, ni un nombre apareciendo de la nada en la pantalla de un teléfono.

Te equivocas al creer que me curo cuando te alejas.

Te equivocas al pensar que disimular es la mejor opción.

Te equivocas al pensar que nadie se ha dado cuenta de lo que me pasa.

Te equivocas al creer que es mejor no arriesgarse, aferrarse a la comodidad insana de lo conocido.

Me equivoco al creer que algo va a cambiar por mucho que siga con las manos tendidas hacia a ti esperando a que vengas para abrazarte de por vida.

Me equivoco al pensar que querernos sirve de algo.

Me equivoco al pensar que ves en mí lo mismo que veo yo en ti.

Me equivoco al creer que saldrás a la luz dejando atrás los miedos.

Cuidarte en la distancia, ser tu escudo hasta convertirme en materia inerte, impedir que te derrita el sol del verano, no dejar que te tumben las malas rachas de viento, ni que tus pies se queden anclados en el lodo.

Es lo único y lo último que puedo hacer.

Es lo único y lo último que me dejas hacer.

No sirve de nada.

He besado otros labios y no saben igual que los tuyos.

Pensaba que sería la solución a todos mis problemas.

Borrarte de mi mente como se borran las palabras escritas con tiza de una pizarra.

Quería que me tocaran otras manos.

Me miraran otros ojos.

Quitar otra ropa interior.

Abrir otras piernas.

Me dijeran nuevas frases que no me recordaran a ti.

Quería intentar curarme de este mal de una vez.

Y no sirve de nada.

Mis intentos por alejarte de mi mente son siempre en vano y ya no sé qué hacer desde lo alto de este castillo en el que diviso mi futuro lleno de baches, grietas y desastres.

Sin ti.

Sería fácil no complicarnos más la vida estando juntos, dejar a un lado las dudas, los medios besos, las verdades que se quedan sólo entre los dos.

Sería fácil dormir abrazados, reír mientras follamos, compartir cada delito y pecado sin remordimientos.

Podríamos ver el mundo y también mirarnos por dentro, y pisar los charcos de las que un día fueron nuestras lágrimas porque se nos ha olvidado lo que es llorar desde que estamos juntos.

Podríamos pisar los aeropuertos más que nuestra casa, beber vino frente a la catedral de Florencia, pelear de vez en cuando por quién se queda el mando de la tele, ir desnudos por casa y atacarnos por la espalda.

Podríamos encerrarnos un fin de semana sin necesitar más miradas, ni café de bar, que se te olvidara fumar porque tienes las manos y la boca encima de mí, que no pudiéramos mentirnos porque sabríamos lo que nos pasa sólo con entrar por la puerta.

He besado a otras mujeres y no son tú.

Pensaba que sería la solución a mis problemas.

Pero no sirve de nada.

Y me está matando poco a poco saber que te escapas, saber que me difumino en tus retinas, saber que un día sólo voy a ser un número que borrar de la agenda de tu teléfono.

Ojalá te pasara como a mí, que ahora que sé lo que es querer de verdad no quiero otra cosa en la vida.

Autodestrucción.

Un día todo se va a la mierda sin saber muy bien cómo has llegado hasta ahí. Te despiertas de madrugada con el corazón a punto de salir por tu garganta y un temblor frenético te hace ser consciente de la mentira en las que has estado metido. Te preguntas sin poder parar cómo has permitido que alguien se adueñe de ti sin darte cuenta, cómo has conseguido reducirte al mínimo y quedarte escondido en un rincón mientras los demás siguen caminando. Te preguntas cómo estás dispuesto a darlo todo por quien no es capaz de mirarte a los ojos para despedirse de una vez por todas.

Me siento un turista en mi propia vida, como si siempre estuviera de paso, como si nunca acabara de encontrar un lugar en el que cerrar los ojos y sentirme tranquilo conmigo mismo, como si estuviera condenado a no tener a nadie que quiera acurrucarse contra mí en una noche de viento.

Las ojeras me responden con dureza en el espejo y tengo que ocultarme tras las gafas con excusas que empiezan a acabarse, tengo que esconderme para no decir una verdad que me consume desde dentro como el fuego griego consumía las flotas en el mar.

Sin ganas ni posibilidades de luchar más, me doy por rendido y por perdido.

Ahora me gustaría conseguir que los recuerdos no me deshicieran, como si estuviera hecho completamente de cera, cada vez que aparecen en mi mente.

Ahora me gustaría ser de piedra y no sentir, ni respirar, ni tener que luchar entre las olas por una bocanada de aire que parece que nunca llega a mis pulmones.

Ahora me gustaría cerrar los ojos y despertar curado, sin sentir un vacío que aprieta hasta obligarme al llanto cuando se van los focos y acabo mi función delante de los demás.

Si al final sólo he sido una pérdida de tiempo, un entretenimiento cuando no había nada mejor que hacer, una opción para alejar un rato esa sensación de incomprensión y soledad que se aferra siempre al cuello y tira hacia el suelo.

A las oportunidades les pasa como a los muertos, que no vuelven una vez se van, que desaparecen para siempre.

No me hacías falta para destruirme, siempre he sabido hacerlo muy bien solo. La única diferencia es que así todo duele más.

No sé, quizá ayer te abracé por última vez.

Dos bandos.

Al final el mundo acaba dividiéndose en dos. Resulta, la mayor parte de las veces, extremadamente complicado quedarse neutral, impasible, ser el gris entre un magma alterado de negro y blanco.

Equilibrar la balanza parece cosa de magia o ciencia-ficción.

Sobre la tierra la división es entre personas de gatos y otras de perros.

Personas a las que les gusta beber café y otras que prefieren el té.

Los que beben o vino o cerveza.

A favor del Imperio o de la República.

También hay zurdos y diestros.

Policías y ladrones.

Músicos y oyentes.

Ciegos y aquellos que pueden ver.

Los que sienten y los insensibles.

Los que tienen nombre y los sin nombre.

Los que aman y los que hacen como que aman.

Ganadores y perdedores.

Nos gusta simplificar, explicar las situaciones a grandes rasgos, generalizar.

Y también banalizar prácticamente todo.

O estás conmigo o contra mí.

Damos poca opción a elegir, y en realidad lo entiendo, facilita las cosas, es más sencillo saber si alguien es compatible contigo sólo conociendo si está de tu lado o está en el lado contrario.

Tan fácil como eso.

Hoy es de esos días en los que el cinismo me sale por los dedos y sonrío para mí mismo viendo la mierda en la que se ha convertido todo mientras me retuerzo de dolor, sin saber canalizarlo demasiado bien.

Yo sólo sé que un día nos miramos a los ojos y ahora ya no creo en nada, que tumbé muros por tocarte y ahora estoy solo en medio de la inmensidad de una ciudad que no arropa como arropan tus brazos.

No me hacen falta armas para morir, tengo la más mortífera de todas entre los huesos del cráneo.

Y es que es cierto que al final todo se reduce, todo es mínimo.

Era más sencillo de lo que parece, era cuestión de decidir.

Yo aposté sin que me temblara el pulso de la mano que llevo siempre en el bolsillo, y tú mirabas desde lejos, asomando sólo de vez en cuando la cabeza para ver cómo iba la partida.

No quisiste hablar en voz alta más de lo necesario, ni mantenerme la mirada, ni tocarme cuando había luz.

Pregúntate ahora tú en qué bando estás, ¿entre los valientes o entre los que luchan y hablan sólo en su imaginación?

Yo lo tengo claro.

¿Estás lista?

Sólo hay eco.

En las calles y en tu cabeza.

Y nada más.

Los perros callejeros aún duermen, un botellín de cerveza nada por la alcantarilla y yo sigo en mi guarida, de la que creo que no debería volver a salir.

Pequeñas luces apagándose y encendiéndose en la penumbra de tu mente mientras aparece el sol con timidez entre las paredes de tu habitación. Sonidos y voces de vecinos que comienzan a elevarse tras los muros, y la sirena de alguna ambulancia que, ha quitado el sueño a más de uno y de una en el barrio, sigue el efecto doppler.

Tienes la mirada turbia y esquiva desde hace meses por no atreverte a hablar en voz alta, puede verse toda esa cantidad de palabras que se te atraviesan en la garganta, que te arañan por dentro dejando marcas que no van a irse, puede verse cómo viaja tu mente de una idea a otra sin que seas capaz de hacerles frente. Supongo que te estás preguntando si estamos preparados, y yo podría responderte pero no me quieres escuchar. Te da absolutamente igual lo que te diga, y te deja indiferente, y creo que hay pocas cosas tan mortíferas y venenosas como la indiferencia creciendo entre dos personas.

Porque, por si no lo sabes, la indiferencia se acaba convirtiendo en odio o en olvido, o en algo peor.

Explosión, desastre y luego, un silencio eterno.

Llegará ese punto en el que ya no se rozarán nuestras manos, ni compartiremos latidos ni besos, ni enfados, ni sonrisas.

Va a llegar.

¿Estás lista?

Porque yo no.

No creo que pueda estarlo nunca.

La larga espera.

Se han agotado los días y lo anuncian en la radio.

La Navidad ha vuelto a colarse entre la gente, para hacernos creer que somos buenas personas, las luces de colores alumbran las calles y los árboles, y se nos vacían los bolsillos mientras otros se llenan las cajas. Parece que ya hemos vuelto a reducirnos a abrazos de cartón y sonrisas escondidas tras champagne barato.

Podríamos cogernos de la mano y pasear entre la hipocresía, ser felices sin necesidad de que sea un día festivo, reírnos de la vida igual que ella se ríe de todos nosotros, burlarnos de la muerte igual que ella se burla de todos nosotros, dejar de enfadarnos con todo aquello que nos sale mal.

Y no dejo de preguntarme, no dejo de lamentarme, no dejo de machacarme, no dejo de estar solo entre toda la multitud que llena las calles peatonales del centro. No dejo de hacerme pequeño, invisible, no dejo de dejar de existir, no dejo de ser mi propio enemigo.

No sé cómo decírtelo otra vez sin sonar a más de lo mismo, pero te prometo que arriesgarse vale la pena. Si nos hemos hecho felices de lejos, imagina lo que podríamos hacer teniéndonos cerca, rozándonos antes de cerrar los ojos y roncar tranquilos.

Yo pensaba que los besos y la música eran excusa suficiente para conseguirlo todo, que mirarse a los ojos y respirar al mismo tiempo servía para quedarse para siempre.

Voy caminando despacio porque no quiero alejarme demasiado, porque no me atrevo, porque tengo que hacer lo último que quiero hacer. Voy haciéndome arañazos en el pecho y en los brazos, voy sangrando tan poco, tan lento que no consigo nada.

No sé si te acuerdas como yo de la falta de vergüenza en las noches y en los bares.

No sé si tú también recuerdas los abrazos silenciosos por la espalda con la cabeza llena de pensamientos contradictorios y ruido.

No sé si tú eres consciente de lo cerca que estamos de tenerlo todo y de no tener nada al mismo tiempo.

No sé si ves que la balanza sigue estando a nuestro favor y que eso sólo puede significar algo bueno.

Nos esperan las sirenas en la orilla, nos esperan los gorilas en la niebla, nos esperan los amantes del círculo polar, nos espera el club de los poetas muertos.

Nos esperan los regalos, los de verdad, los de acariciarse la mejilla y retirarse las lágrimas de emoción, esos que te tienen con el corazón encogido y sin saber qué palabras de agradecimiento pronunciar después de quitar el envoltorio.

Me esperas tú.

Te espero yo.

El invierno más largo.

Seguimos siendo niños descalzos que no saben de qué va el juego. Seguimos siendo tan inocentes como irresponsables, y hacemos daño sin querer porque no vemos nunca más allá.

Inconscientes, ajenos, despreocupados; la desgracia siempre nos pilla desprevenidos. No vemos venir los golpes, ni las olas, ni los huracanes. Y tampoco los besos, el amor y las derrotas.

Apenas hemos rascado la superficie tú y yo, y nos creemos que ya lo sabemos todo. Y la respuesta directa es un no rotundo pero en forma de murmullo lejano.

¿Te cuento un secreto?

Mi única intención era levantarme cada mañana para besarte más y mejor que el día anterior, y abrirte la puerta con una sonrisa, enfadarnos por que se nos ha vuelto a olvidar comprar café para el desayuno.

Mi única intención era aprender contigo día a día, no dejar de crecer.

Y ahora tengo una llaga en el corazón, que no se va.

Todo es inercia, fuerzas gravitatorias que no entiendo, electrones girando, bases nitrogenadas fuera del sitio adecuado; y amaneceres que lo llenan todo de luz para callarnos la boca, para que dejemos de hacer el idiota y nos paremos por un momento a pensar. Mira ahí, si el sol vuelve a salir por el mismo sitio que ayer y se volverá a esconder. Lo que hagas en medio es cosa tuya, y la conciencia y la memoria no dejarán de hacerte recordar.

Me siento como un muro por el que la hiedra no quiere ir trepando, como el último al que eligen para entrar en el equipo, el trazo que se sale del círculo. Porque nada ni nadie es mi sitio.

Aquí estoy, jugando solo, sonriendo a ratos, llorando otros.

Quiero los abrazos, los besos, las confesiones, las noches en las que dormir era secundario, volver contigo a las trincheras, alumbrarnos con la mirada, respirarnos a escondidas, quitarnos el barro y la sangre de las heridas con caricias. Todo era más fácil cuando la única preocupación era comerte con calma, dejar que la magia saltara al darnos la mano, cuando mirábamos las flores de los balcones y me clavabas las uñas en la espalda entre jadeos.

Sólo queríamos bailar y abrazarnos, escaparnos tan lejos que nadie pudiera perseguirnos; y aún sonrío si lo pienso.

Tenías (y tienes) el don de hacerme sentir invencible sólo con mirarme, de hacerme fuerte con sonreírme, de hacerme inmortal con tu cuerpo contra el mío. Ahora que estás lejos me siento tan pequeño, tan débil, tan muerto que no sé si llegaré a sentir el calor de la próxima primavera.

Este va a ser el invierno más frío, el más cruel.

Ya no estás.

Ya te has ido.

Y no vuelves.

Este va a ser el invierno más largo.

Y lo peor, es que no te has dado cuenta de que estoy hecho añicos.

Cómo destruir a la persona que te quiere.

Trompetas de guerra en el aire y yo ya estoy dentro del refugio, sin necesidad de escuchar la sirena antiaérea. Yo ya me había dado cuenta hacía mucho tiempo de que todo estaba mal, de que todo se iría pronto por el retrete, de que no nos haría falta a esperar a que subiera la marea para ahogarnos con la espuma que nos sale por la boca.

Llevo tanto tiempo siendo un loco que ya no recuerdo lo que es estar cuerdo, y es que al final me he dado cuenta de que las cosas nunca cambian que lo que cambia es la forma en la que nosotros miramos y lo vemos todo. Y yo he tenido claro siempre que el viento nunca ha soplado para hinchar mis velas y llevarme junto a ti pero es que creo que tú has conjurado a todos los dioses del Panteón para mantenerme lejos, para que me quede atrás. Soy como ese vampiro al que no invitas a entrar a tu casa por mucho que quieras que te muerda.

Si lo que querías era convertirme en un desconocido lo has hecho bien, te doy el aprobado. Ahora sólo soy capaz de verte en sueños y ni siquiera en ellos puedo ya tocarte. Ahora sólo soy capaz de conciliar el sueño de puro cansancio cuando el sol vuelve a asomar por la ventana, cuando la noche se acaba.

Supongo que a la próxima, si es que hay próxima vez, buscaré a alguien que de verdad sepa lo que hace, que no juegue, que no lance un te quiero y esconda la mano después, que no use todas sus armas de destrucción masiva contra mis labios y después no se quede a recoger parte del desastre.

Yo ya he redactado una lista de Cómo destruir a la persona que te quiere en cinco cómodos pasos y no sé si la has leído pero los has seguido uno a uno, al pie de la letra, y sin inmutarte lo más mínimo.

Te dije que siempre prefería la verdad y tú decidiste mantenerte callada, usar la gravedad, el paso del tiempo, el silencio rastrero. Y es que con las personas que te importan se es sincero, se sacan fuerzas, se pasan nervios y se afrontan las consecuencias. No se puede enarbolar la bandera de ser buena persona si se va haciendo daño aunque no sea conscientemente, si se evita el problema.

Hay maneras de actuar que sólo hacen que incrementar el rencor, la rabia, avivar la llama hasta ahora inexistente del odio.

No sé tú pero yo voy a intentar hacer las cosas siempre mejor. Que mi insomnio y mi ansiedad nunca sean culpa de estar luchando contra la conciencia, que sean sólo por culpa del desamor.

¿Recuerdas?

El cielo vuelve a ser gris y lo observa desde la ventana de aquel café. Sentado en la mesa de siempre, en la silla de siempre, toma lo mismo de siempre. Es un hombre de costumbres al que le gustan poco los cambios. No le gusta el fracaso, ni lo efímero. Mira a través de los cristales de sus gafas, cada vez más gruesos y se pasa una mano por las canas.

Tiene sobre la mesa un libro, uno que le regalaron hace más de veinte años. Da un trago a la taza de café y cierra las páginas un momento. Tiene la costumbre de bajar a leer un par de tardes a la semana, olvidarse del trabajo, de la soledad que se le cae encima cuando está mucho tiempo en casa. La única compañía que tiene es la de un tocadiscos que casi siempre está dando vueltas y molestando a los vecinos.

Ni mucho menos es tan viejo como se siente, ni como parece creer. Todavía tiene el brillo jovial en sus ojos claros y en la sonrisa que esconde tras una barba perfectamente recortada en la que sólo despuntan algunas canas.

Seis y media de la tarde.

Alza la mirada y la ve pasar por la acera, un niño sonríe de su mano y lo mira desde la distancia de afuera, a través de la ventana. Ella se percata, lo distingue, se le tuerce el día, se le tuerce la vida. No sabe el tiempo que hace que ni hablan, ni se ven, ni se cruzan el uno con el otro. Se esquivan desde que se dijeron adiós con el corazón encogido, incapaces de tratarse si a los diez minutos tienen que separarse.

Nadie se da cuenta de la repercusión de sus decisiones hasta que pasa el tiempo, por muy seguros que estemos de lo que queremos. Nadie sabe el daño que puede hacer una palabra hasta que las hojas del calendario van pasando y la distancia se agranda. Nadie entiende las dimensiones de un sí o de un no hasta mucho tiempo después, cuando te duelen los huesos y el corazón ya no cicatriza bien.

Él sonríe triste, como cada vez que piensa en ella, y acaricia la portada de ese libro que ella le regaló. Traga saliva, bebe de nuevo, y ella y el niño desaparecen por la calle difuminándose con la tarde tibia de octubre.

Acuden a su cabeza las risas de ambos, las caricias de ella en la nuca, los besos suaves en mitad de la nada, el sexo sin pudor, los libros amontonados sin sentido, los abrazos reconfortantes, las hojas de los árboles cayendo junto a los dos, las carreteras infinitas y las ciudades nuevas.

Y se le parte un poco más el alma.

Hay personas de las que no te recuperas, de las que no puedes escapar. Hay amores que crean grietas más grandes en nuestro interior que cualquier terremoto.

«Dijiste que me querías, ¿recuerdas?»