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La patria eslava.

Psicología humana.

A diario.

A todas horas.

Es curiosa esa forma de hacer como que nos preocupamos por los demás mientras estamos socavando su autoestima. Nos preocupamos por su aspecto físico, por sus relaciones, por su modo de vida, por sus decisiones. Opinamos sobre cada uno de los pasos del prójimo, y también (cómo no) sobre cada una de esas veces que decide quedarse inmóvil.

Y, en el fondo, lo único que estamos haciendo es criticar.

Criticamos sin criterio, sin apuntar, disparando al aire sin atender después a si damos o no en el blanco, por si herimos, por si hacemos sangre. Dejamos que las palabras salgan de nuestros labios, a veces sin filtrar, sin reflexionar ni medio segundo, como si no importaran en absoluto, como si no fueran valiosas. Somos capaces de hundir y ensalzar con frases, sin necesidad de nada más. Igual que nuestro entorno nos metió ideas obsesivas sobre el mundo y nosotros mismos cuando éramos pequeños, y por eso estamos todos llenos de complejos y vergüenzas que nos da miedo confesar. Por eso cuando estamos solos nos hacemos pequeños y nos encogemos bajo las sábanas, y cerramos los ojos con fuerza esperando a que vuelva la luz. Por eso cuando nadie nos ve nos quitamos la ropa, los plásticos y las mentiras, y nos quedamos desnudos de verdad, contra nuestro propio espejo, contra nuestra propia alma. Sin escudos, sin esa máscara que nos colocamos todos al enfrentarnos al mundo con tal de intentar sobrevivir.

Quizá el problema es que no sabemos cómo decir las cosas, nos falla la expresión y las formas. Quizá es que venimos del único lugar del mundo donde no hay árboles y por eso no tenemos palabras para nominarlos. Somos hijos del pantano que roban términos de otros idiomas para explicarse.

No me gustaría que me pasara contigo lo de usar las palabras en tu contra, en la nuestra, lo de no ser consciente de que cada una de las cosas que decimos tiene peso e importancia.

No me gustaría creer que somos juntos sin serlo.

No me gustaría no ser capaz de transmitirte lo que quiero.

No me gustaría perderte para siempre.

No me gustaría enfrentarme a mí mismo sin cogerte de la mano.

No me gustaría (ni me perdonaría) hacerte daño sin darme cuenta.

 

Los tristes.

Los tristes bien podríamos ser una especie aparte. Se nos reconoce con facilidad, casi con tanta facilidad con la que se nos critica. Podemos reír, seguir el juego y, sin embargo, sentir que estamos muriéndonos lentamente y que nadie lo percibe. Es la horrible sensación de pasar por invisible.

Alegra esa cara, hombre.

Lo dicen como si fuera tan fácil, como si supieran lo que nos pasa por dentro, como si por un miserable segundo se hubieran parado a pensar lo que es sentir lo mismo que sientes tú. Está tan al alcance de nuestra mano criticar las actitudes de los demás que se nos olvida que detrás de las acciones y los sentimientos hay personas.

Deja de regodearte en tu dolor.

Haz algo.

Me pregunto por qué, por qué debo hacer lo que ni mi cuerpo ni mi mente están dispuestos a comenzar en este momento. La vida tiene sus procesos y hay momentos para la nostalgia, la melancolía y el golpearse el pecho con el puño cerrado. Estoy un poco harto de una sociedad que sólo premia al que sonríe siempre aunque sea de manera fingida. Quizá es que sólo necesitamos un mundo que nos abrace mientras lloramos desconsoladamente por todo aquello que nos ha salido mal en el día, en lugar de un entorno que nos señale con el dedo por no estar bebiendo cerveza y haciéndonos fotografías con nuestros amigos.

Los tristes necesitamos nuestro espacio, cerrar los ojos cuando escuchamos música de piano, huir de nuestra mirada en cualquier espejo, flotar en alta mar, ver cuadros que ha pintado alguien con más talento del que nunca rozarán nuestras manos, sonreír cuando te descubres en la ansiedad de otros.

Los tristes necesitamos mirar la lluvia caer en un día gris mientras bebemos café y nos preguntamos por qué seguimos solos.

Pero siempre me acabo respondiendo rápido, y es que tampoco tengo mucho que ofrecer porque al final soy sólo un triste.

Y nadie quiere pasar el resto de sus días con uno de nosotros.

Por mucho que ese triste te cuide con cariño, te folle con ganas y te diga que te quiere.