Etiqueta: ciudad

Vidas normales.

Perros en pisos de cuarenta metros cuadrados.

Baños compartidos.

Pinzas que caen al vacío tendiendo los calcetines.

Los gritos del vecino de al lado a su madre con Alzheimer.

Muebles siendo arrastrados un sábado a las nueve de la mañana.

Olor a paella los domingos.

Ingleses de vacaciones en el 3º B.

Un beso de despedida en el portal.

Café y tostadas para desayunar el fin de semana.

El wifi desconectándose cada cuatro días.

El pakistaní de la esquina abierto hasta las tres de la mañana para comprar helado después de follar.

Dormirse viendo Netflix todas las noches.

El hueco vacío en el sofá.

Tus fotos en la mesita de noche.

Un par de libros que no consigues acabar.

Las noticias en la radio de despertador.

El late night de turno en la pantalla del teléfono mientras vas a trabajar.

Conversaciones de política.

Peleas por culpa del fútbol.

La luna delantera del coche llena de barro.

El semáforo parpadeando siempre que vas a cruzar la calle.

El supermercado cerrando tarde por tu culpa.

Y tú pidiéndome que me vaya.

Otra vez.

Sin dejar que me haga un hueco en la vida junto a ti.

Cero.

Empiezo de cero.

Ya sé que no me quieres.

Lo sé porque apenas me tocas, porque no eres capaz de aguantarme la mirada, porque te avergüenzas de caminar a mi lado.

Vuelven los días a pasarnos por encima, a dejarnos con las manos llenas de heridas y astillas en los huesos.

Vuelve la primavera a hacernos el mismo daño de siempre, que nos trae el amor con la brisa y  luego nos demuestra lo contrario.

Lo empapa todo la nostalgia a pesar del sol, de la temperatura y de la cerveza fría bajando por la garganta.

Ojalá pudiera deshacerme hoy como un muñeco relleno de arena al que le cortan la tela.

Ojalá dejarlo todo atrás sin que nada me pesara a las espaldas, llegar a otra ciudad, contar otra vida, inventarme un pasado repleto de aventuras increíbles, huidas suicidas e historias llenas de peleas de bar, cicatrices en la cara, whisky sin hielo y pólvora en los dedos.

Duele todo mucho.

Demasiado.

Y no me acostumbro a dejar de sentir para dejar paso a la funesta indiferencia.

Será que no puedo.

O que no sé.

Supongo que la única manera de afrontar ciertos momentos de la vida es olvidando, como mecanismo de protección, hacer como si no hubiera pasado nada, pintar de blanco y comenzar de nuevo.

Rasgar los viejos cuadros y los periódicos de antaño.

Soplar para quitar el polvo de las estanterías.

Abrir las ventanas, el corazón y los ojos.

Y esperar, llegará quien sepa darnos primaveras y abrazos sin que tengan que doler.

En construcción.

La ciudad está en construcción, como algunos corazones en los que, si te asomas, pueden verse los cimientos a medias y las anti-estéticas grúas amarillas ocupando el horizonte. Es todo tan nuevo por estas inestables tierras llenas de agua salada y mañanas de niebla densa que ni siquiera el clima sabe cómo debe comportarse.

El mundo ya está tan loco como lo estoy yo.

Y, a pesar de todo, la vida sigue pareciendo bonita entre tanta maraña de mentiras sin control y gente sin escrúpulos.

Lo trágico es que hemos dejado de pensar en el futuro porque dudamos ya de su existencia, y que la inspiración está en estos tiempos tan arrinconada como las personas de buenos sentimientos.

Y que yo estoy tan lejos de ti como el fuego de la gasolina, o el ratón del gato.

Vuelvo a las andadas, a reiniciarme y llenar la nevera de cerveza, a pasar las noches pegado al sofá, entre libros que no consigo acabar y series que escucho de fondo.

He vuelto a volver.

Mi única misión a cumplir es dejar de tener planes, dejar de adelantarme, quitar las piezas del tablero y guardarlas de nuevo en su cajón.

Y escuchar el saxo tenor de Stan Getz cuando la luna se enciende, se me cansan los dedos y el alma, y la noche se antoja demasiado larga y tediosa sin compañía.

Te dejo las llaves debajo del felpudo de la puerta.

Entra cuando quieras.

 

Que el diablo te acompañe.

El otoño llega cambiándolo todo: el color de las hojas, la temperatura, el ánimo de la gente, la ropa de calle y de cama, los besos, la luz de la ciudad; y todo se reduce a caminar con las manos en los bolsillos de los vaqueros, la espalda ligeramente agarrotada y la mirada perdida deambulando por el barrio.

Y sigo con dolor de cabeza y no so soy capaz de distinguir si es resaca, una contractura cervical o la vida diciéndome que me muera.

He tachado otro día del calendario sin sentirme orgulloso por nada, sin ganas, sin que me importe demasiado lo que pasará mañana o la semana que viene, sin tener un futuro planificado, sin saber si algún día conseguiré que mi cerebro se calle y se apiade de mí.

No tengo ningún clavo ardiendo al que agarrarme, ni la honestidad necesaria conmigo mismo para dejarme ayudar, ni abrazar, ni entender. Prefiero seguir dentro de esta nube tóxica que son mis pensamientos, mi visión gris del mundo y las personas.

Prefiero seguir entre las ruinas de mí mismo sin poder reconstruirme, jugar a esta versión difícil del día a día, hundirme en los charcos y en el pozo, volver a la cueva desnuda de la que vengo y dejar que caigan las ramas y llegue la nieve, y el frío que no se va ni con hogueras, ni tus sonrisas más tiernas.

Algunos días escucho una risa cínica antes de dormir que me susurra:

Que el diablo te acompañe.

Y sé que no puedo hacerte feliz, y que estoy perdido.

Y vuelvo a entrar en las tinieblas y en mis pesadillas más oscuras.

Pieles rotas.

Llega septiembre y sus días más cortos.

El caos se acopla de nuevo a una ciudad en calma, vuelven los coches y los niños al colegio. Se han deshecho ya los hielos del último vaso en las fiestas del pueblo, ahora flotan las banderas entre las casas mientras las moja la lluvia fresca que avisa de que llegará el otoño con más ganas que nunca.

Es ahora cuando tocará abrir el pecho y que caigan las flores muertas, las hojas secas, las pieles rotas.

Ahora que pase el viento entre las costillas para limpiarnos por dentro, que caigan los aguaceros mientras corremos contra el tiempo para cambiarlo todo. Hemos tardado mucho en cambiar las fichas del tablero, en ser reyes, reinas y alfiles jugando a los dados.

Ahora escucho el silencio a primera hora del día, cuando todavía empapado en sudor intento abrir los ojos mientras lucho contra el sueño que me atrapa.  Estoy todavía dando tumbos en la vida, golpeando muros con y sin vergüenza, tambaleándome por intentar bailar al ritmo que marcan otros.

No sé cómo somos capaces de sobrevivir a tanta mierda, ¿tú no ves a las moscas frotándose las patas?

Apenas hay paz interior pero veo tu silueta al otro lado de la calle, y me llena de calma.

El cielo se apaga hoy como se apagaron un día mis llamas, mis ganas.

El cielo se apaga y se llena de ausencias, de gritos sin voz.

Llega septiembre y sus días más cortos, y sus besos más largos, y sus abrazos más fuertes.

Llega septiembre y yo siempre llego contigo.

Un mundo en el que ya no me mires.

La ciudad ya no duerme, ni la gente, porque tenemos miedo de cerrar los ojos y que el mundo conocido desaparezca bajo nuestros pies cuando despunte el día, tenemos miedo de que todo cambie de golpe sin habernos dado cuenta, sin haber formado parte. Tenemos un miedo ensordecedor a abrir los ojos y no reconocernos, a sentirnos fuera de lugar, como cuando la persona que duerme contigo es de pronto, con tan sólo una vuelta del minutero a la esfera del reloj, un completo desconocido.

Me gustaría escupir como lo hace Chinaski, con palabras certeras y verdades incontestables a pesar de que pasen los años y las páginas en las que están escritas su vida y milagros comiencen a parecer las hojas de algunos árboles en otoño, justo cuando están a punto de caer. Me gustaría que mis frases y mis besos fueran para ti también como tiros a quemarropa directos al corazón de los que no poder escapar.

Entre letras y pensamientos sigo siendo un viejo luchador, ya lejos del ring y de las apuestas, de los focos y los flashes de las cámaras. Sigo siendo un luchador que ya no espera nada, por eso todo es diferente, por eso todo ha cambiado y los mapas, los caminos y las señales ya no me parecen los mismos de antes.

Te sujeto ahora después de las tormentas, los temblores de tierra y de piernas, como se sujeta a cualquier pájaro, sólo con la palma de la mano, para que si te quedas o te vas sea porque es lo que quieres, lo que sientes en ese pequeño rincón inaccesible que todos tenemos guardado entre la carne. Supongo que el amor también es eso, que el otro tenga la libertad de decidir siempre aunque te pueda doler, y sobre todo creo que se trata de nunca intentar apretar las manos para que alguien se quede a tu lado.

No tengo muy claro lo que quiero en esta vida, ni lo que espero del futuro, lo que sé con certeza es que no quiero despertarme un día y sentir el vacío de tu existencia palpitándome en las manos, latiéndome en el pecho.

Lo que nunca quiero es pisar un mundo en el que sólo pueda encontrarme contigo por casualidad.

Un mundo en el que ya no me mires como lo haces ahora.

La hora del último te quiero.

¿Te acuerdas?

Aquella noche fuimos dejando el amor por todas partes, haciéndolo mundano, haciéndolo nuestro. Lo alejamos de la divinidad y lo platónico para hacerlo cotidiano, real; para hacerlo verdad.

Lo fuimos rompiendo a pequeños trozos y lo dispersamos.

Quedó un poco sobre la barra de aquel bar en el que colocaste tu mano sobre mi rodilla por primera vez, y en aquella farola en la que nos sujetamos borrachos sin atrevernos a darnos un beso. También en el colchón que vio juntos en primer lugar nuestros cuerpos, nuestros versos, nuestros nombres. Perdimos un poco en los asientos del coche, y en el ascensor en el que parecíamos fieras buscándonos las grietas.

Nos olvidamos un poco en plazas anónimas que se acuerdan de nosotros aunque tú y yo las hayamos olvidado. Se nos cayó en la acera en la que tropezamos un día de lluvia por no soltarnos de la mano.

Lo dejamos un día en la última fila de la línea 6 de camino al centro, también en los taxis, y encontramos algo más que droga en los baños de una discoteca.

Lo alimentamos como se alimentan las buenas historias, sin querer, o queriendo más de lo que nos podíamos permitir sin darnos cuenta. Y creció como hacen los monstruos en la oscuridad, rápido y dando miedo.

Porque el amor, a veces, da más miedo que Mefistófeles tratando de engañarnos.

También dejamos parte en lugares que sólo tú y yo sabemos, habitaciones de puertas cerradas y luces apagadas en las que conteníamos la respiración para que nadie nos escuchara. Perdimos un poco en algunos conciertos junto con la voz, y la ilusión, y los saltos bañados en cerveza.

En los libros que llevan nuestras firmas.

Los bares que nos han visto sonreír.

Las ciudades que nos dejaron ver sus puestas de sol.

Las canciones que nos han dejado cantarlas.

Hemos ido dejando tantos pedazos en todo lo que hemos vivido que sólo queda uno, y lo tengo guardado en un cajón junto a un reloj que todavía marca la hora del último te quiero que escuché en tu boca.

Sujétame fuerte, yo no quiero irme.

Cara B.

Nos dejamos llevar por la corriente sin pensar en lo que queremos nosotros. La corriente nos arrastra sin darnos tiempo a reaccionar, sin darnos tiempo a reflexionar lo suficiente. Siempre hay alguien que nos dice lo que tenemos que hacer, por qué y cómo tenemos que hacerlo, y así nos ahorra el esfuerzo de decidir por nosotros. En lugar de consejos buscamos órdenes de cualquiera para no asumir responsabilidades, para derivar las consecuencias.

A todo el mundo le gusta lo brillante, lo que se encuentra en primer lugar, lo que destaca. El oro, los diamantes, los actores y actrices de las películas multimillonarias de Hollywood, los cantantes que llenan estadios, los libros que anuncian en todas partes.

A mí me gustan cosas más sencillas, la cantante anónima de un pequeño bar de ciudad, los actores que salen en una película de bajo presupuesto pero que me ha hecho replantearme la vida tres veces seguidas, el teatro casi vacío con una obra que no voy a entender por mucho que me esfuerce pero que me deja pegado al asiento, la cerveza de siempre, los besos con amor, el café todavía caliente.

Pero hay algo que me gusta mucho más y eres tú.

No puedo evitarlo.

La vida está llena de claros y oscuros, de caminos y recovecos, de portadas y contraportadas, de humo y cigarros, de bilis y sangre; pero sobretodo de imprevistos.

Ahora voy descalzo caminando sobre los cristales que has ido dejando a tu paso, marcándome un camino que no me lleva a ningún lado, guiándome hacia a ti sin que pueda salir de este círculo solitario de noches rojas y días oscuros, de vasos vacíos y corazones a medio llenar.

Siento que soy como la cara B de un vinilo olvidado en la estantería al que nadie escucha, al que nadie mira, al que nadie toca. El punto muerto del retrovisor.

Me has convertido en una mentira, en un te quiero oculto.

Me has convertido en tu hombre invisible.

La luz de noviembre.

Las mismas calles de siempre, la luz de noviembre.

Abrazos conocidos, sonrisas que casi tenías difuminadas en el recuerdo.

A veces no hay nada como volver a casa para encontrarte de nuevo a ti mismo, y recordarte quién eres. En algunos momentos perdemos nuestra esencia y todo se tambalea y no sabemos sobre qué tipo de aguas estamos caminando, y nada mejor que un par de palmadas en la espalda para devolverte a tu lugar.

Las grietas de la pared desconchada siguen ahí, donde estaban hace unos meses, donde estaban hace unos años. La bandera republicana con sus colores desteñidos continua colocada en el balcón de la plaza. Las piedras ya desgastadas por el paso de cientos y cientos de suelas de zapatos te miran otra vez. El saludo escueto de un lado a otro de la acera acompañado de un movimiento ascendente de la cabeza. La puerta cerrada de la iglesia. El mirarlo todo como si fuera la primera vez. El descubrir tus propios pasos en otras épocas, solo y acompañado, en silencio, con la funda que guarda un saxofón plateado a tus espaldas. Las típicas preguntas para saber si todo sigue igual y qué cosas han cambiado durante tu ausencia.

Y en el fondo todo sigue ahí.

Y en el fondo nada sigue ahí.

Somos las mismas personas y también somos diferentes, lo que nunca cambia es el vínculo a pesar de las vueltas de reloj, de que un día sea primavera y otro invierno. El telón de fondo siempre es el mismo y por eso la cerveza sabe mejor y las risas suenan más altas.

Porque vuelves y te sientes tranquilo, y los ruidos de ciudad se difuminan y parece que todo queda lejos y cubierto de neblina. Los problemas no parecen tan urgentes, ni ese vacío continuo del pecho parece tan grande, y cesa el castigo que te impones a diario durante unos minutos.

Te dicen que luches, que sigas, confían en ti, se alegran de verte, y tú también lo haces. Te miran a los ojos, no se esconden detrás de grandes palabras vacías.

Te llenan de impulso, de fuerza y valor.

Y tú tienes que venir a que te enseñe mis calles de siempre, mi luz de noviembre.

Noches de verano.

No sé si los domingos del mes de agosto son todavía peores que los del resto del año. Son más tristes y lánguidos que los de noviembre o marzo.

La ciudad se mantiene viva a duras penas, como moribunda, solitaria. La metrópoli se convierte en un enfermo terminal que puede quedarse en asistolia de un momento para otro. Solamente quedamos unos cuantos tratando de coger aire entre el asfalto caliente y los edificios desconchados de los barrios de extrarradio. Somos el metabolismo básico de las entrañas de la urbe.

No hay ni alcohol, ni tabaco, ni sexo, y los idiotas dicen que es verano.

Ni estrellas fugaces, ni besos, ni tu mirada, y los idiotas dicen que es verano.

Ni mar en calma, ni puestas de sol, ni probar helados de tus labios, y los idiotas dicen que es verano.

Ni sábanas blancas, ni restos de tus pintalabios en mi cuello, ni las ventanas abiertas de par en par, y los idiotas dicen que es verano.

Yo sólo quiero contigo noches infinitas de verano, sin preocupaciones, sin errores de por medio. Que sólo tengamos que cogernos de la mano y no pensar, que sólo tengamos que preocuparnos por respirar y porque no se nos acabe el café para desayunar.

Ojalá mi mundo y el tuyo colisionen y seamos capaces de transformarlo todo.

Ojalá podamos hacer los días largos pero sin miedo a aburrirnos el uno del otro, que siempre haya cosas que contar y que decir, que siempre haya algo nuevo que descubrir bajo la sombra escasa de las nubes en medio de la canícula.

La cuestión principal es que te echo de menos todo el año pero las noches de verano me gustaría coger tu mano, pasear con la brisa de fondo, besarte con calma y el sonido del mar no demasiado lejos.

Y lo que digo no es culpa del calor, ni de las circunstancias, es sólo culpa de este pobre corazón.

No estás conmigo, y los idiotas dicen que es verano.