Etiqueta: castigo

Imposibles.

He visto un termómetro marcar veintiocho grados un veintiuno de enero.

He visto a gente levantarse tras recibir un K.O sobre la lona.

He visto resistir tras el huracán de tu mirada.

He visto personas que dan todo sin esperar recibir nada.

He visto principios que no tienen final.

Los imposibles son muchas veces esos sueños que pensamos que nunca llegarán a cumplirse y los dejamos ahí, en la lista de «cosas que queremos que sucedan pero por las que no vamos a luchar lo suficiente» que todos tenemos guardada en el cajón de la mesita de noche.

Los imposibles en ocasiones se transforman, como lo hace todo en esta vida, los ríos, los huesos, las fronteras.

Y se acaban convirtiendo en realidades palpables.

Un día soñamos que podríamos tocar el cielo y lo hicimos, volamos juntos con los ojos cerrados sin ningún miedo a caer.

Un día soñamos que podríamos ser protagonistas y lo hicimos, nos besamos delante de cientos de ojos sin sentirnos pequeños, ni extraños, ni idiotas; porque uno no puede sentirse idiota queriendo a otra persona, elevando lo de cuidar a alguien al cuadrado. Uno no puede sentirse idiota mientras recuerda el color de sus ojos y le empieza un terremoto en el pecho sólo de pensar en su primer beso, y en todos los que vinieron después de aquel menos tímidos, más largos, más profundos, más húmedos.

Como todo lo demás.

Pero me quitas el privilegio y te conviertes en sombra inalcanzable, te conviertes en un borrón al que no puedo abrazar por mucho que camine.

Y me quedo en la orilla, siendo la Penélope de esta historia, esperando a que vengas, o a que vuelvas si es que alguna vez has estado aquí, ocupando el mismo espacio-tiempo-amor que yo.

Pero da igual, al final todo da igual.

Porque creo en ti como imposible y como carne.

Como trampa y música.

Como misterio y verdad.

Como tormenta y eclipse.

Como crimen sin castigo.

Yo sigo creyendo que algún día despertaré siempre a tu lado, y no necesito más para mantenerme vivo.

Las golondrinas de Bécquer.

Los labios cortados por el frío, la mirada más en el año próximo que en el presente, los dolores de cabeza que no cesan, la angustia que sigue instalada en el centro del pecho, el temor que es como una gárgola de piedra que lo observa todo desde las alturas de una catedral gótica y siempre está preparada para cobrar vida y caer sobre nosotros.

Siempre.

El ardor en el estómago, el temblor en los dedos alargados, los besos frágiles, los huesos convertidos en polvo.

Claro que no sabes lo que quieres.

Claro, porque nunca te han enseñado que podrías tenerlo, porque te han metido en la cabeza que no mereces nada, que te tienes que conformar con lo que sea que te toque, que tienes que encogerte de hombros, bajar la mirada y seguir adelante como puedas, aunque sea arrastrándote.

Te han dicho que hay decisiones irrevocables y que hay que asumir las consecuencias de tus actos.

Claro que no sabes lo que quieres.

A mí también me pasa, que pienso que merezco todos los castigos, que las penitencias me las he ganado a pulso, que creo que no me puede pasar nada bueno en la vida porque eso no es para mí.

Pero también sé que siempre hay tiempo.

Para todo.

Para comprar un billete, para girar el volante, para no beber otra copa, para cerrar o abrir una puerta, para decir te quiero, para romper un contrato, para darse media vuelta, para mirar a los ojos, para gritar al viento, para coger un tren, para encender una hoguera, para pegar los fragmentos.

En esta vida hay tiempo para todo hasta que se pierde la oportunidad.

Las oportunidades a veces son efímeras y otras se mantienen flotando en el aire hasta que acaban por disolverse con el paso de los meses. Y lo malo de las oportunidades es que no hacen como las golondrinas de Bécquer.

Las oportunidades son como el amor de tu vida, que pasa por delante, y si no te aferras, se va y nunca vuelve.

Y siempre te arrepientes.

Y nunca pasa.

Parece que algunas personas no se dan cuenta de que el resto no somos objetos, que no somos de usar y tirar, que aunque parezcamos muros infranqueables por fuera acabamos siendo frágiles como una lágrima al resbalar por la mejilla. Y hay quien hace caso omiso y te utiliza como un trapo cuando le apetece, y te sonríe una vez y te gira el rostro otras diez. No sabes por qué pero tú sigues ahí siendo el sparring perfecto, la almohada en la que apoyarse cuando duele la cabeza, la luz cuando da miedo la oscuridad, el hombro en el que llorar.

¿Y para qué?

Para nada, hay personas que lo confunden todo, el amor, la amistad, los lazos de sangre, con el egoísmo, y nadie se merece eso. Nadie merece que lo utilicen y luego se olviden de él en la primera curva y lo dejen olvidado porque no se lo pueden llevar al hotel de vacaciones, como a aquel cachorro que comprasteis en Navidad y que ahora supone una carga. Y es que si no estás dispuesto a cuidar a alguien no le preguntes cómo está, si no estás dispuesto a besar a alguien no le llames por las noches, si no le echas de menos no se lo escribas jamás.

Se nos da muy bien crear falsas expectativas en los demás y hacer que la esperanza crezca para después derribarla con sólo un golpe del dedo índice. Y no sabemos el daño que hacemos, no sabemos el dolor que provoca romper una ilusión moldeada con mimo y delicadeza.

Es como cuando yo abro los ojos y espero que estés conmigo.

Y nunca pasa.

Como cuando pienso que vas a estar esperándome con una sonrisa cuando abra la puerta.

Y nunca pasa.

Como cuando suena el teléfono y veo tu nombre en la pantalla.

Y nunca pasa.

Como cuando necesito tu abrazo y un beso en el cuello.

Y nunca pasa.

Como cuando sólo quiero tumbarme en el sofá contigo y que pasen las horas sin que importe el tiempo.

Y nunca pasa.

Yo no sé qué hice en las otras vidas, pero te aseguro que en esta ya he recibido de sobra mi castigo, que he cumplido mi pena, que arrastro mi condena. Y no sé por qué sigo estando aquí, en la línea de salida, esperando a que vengas a por mí.

 

Tan rotos, tan vivos, tan muertos.

Tengo que borrar tus fotos para no encontrarme con tus ojos a cada rato. Tengo que borrar imágenes y recuerdos que siempre quise conservar por si nos acabábamos olvidando.

Pero es que creo que es lo mejor.

Voy a tener que irme sin dejar rastro, mirarte a los ojos de nuevo y despedirme de verdad. Voy a tener que ser tan sólo ese suspiro que te haga viajar en el tiempo. Voy a tener que emborracharme hasta perder el sentido. Voy a tener que golpearme la cabeza hasta quedarme amnésico.

Al final te das cuenta de que el amor es lo más inhumano que existe, que antes o después sólo trae problemas. Porque hay que afrontarlo, porque no sirve quedarse hecho un ovillo y dejar que el tiempo pase. Llega ese momento en el que hay que hablar y abrazarse fuerte o soltarse para siempre.

Yo sólo quería darte más besos que letras he sido capaz de escribir.

Yo sólo quería escucharte respirar a mi lado por las noches en medio de mi insomnio.

Yo sólo quería toparme con cada amanecer entre tus piernas.

Y quizá toda esta vida sólo sea un castigo porque en la próxima nos irá bien.

Aunque siga siendo por separado.

Me queda claro que no he llegado a tiempo, o que el tiempo no ha estado de mi lado. Que volar lento y llegar tarde era mi superpoder.

Y, ¿sabes qué? Quizá lo peor de todo esto es que se acerca el invierno y los dos nos quedaremos con los pies fríos y el corazón encendido por no poder apagarlo.

Cometeremos el peor de los errores por no romper cadenas, y nos lamentaremos, y las espinas bajo la piel acabarán haciendo quistes.

Estamos cada vez más solos, y nos lo hemos buscado.

Estamos tan rotos, tan vivos, tan muertos.

Como el pasado siempre llama a tu puerta, dos veces (por lo menos), sé que volverás.

Y el pasado vuelve sólo por joder, para recordarte lo que no pudo ser, para romperte una vez más y dejarte por los suelos. Cuando estás convencido de que lo has superado, de que puedes volver a salir a la calle con el pecho lleno de trozos de celo sujetándote el corazón de manera estratégica, ves que no. Que todo era mentira, que sigues igual que aquel día que firmaste con los labios un jodido adiós que no querías haber tenido que pronunciar.

Pasarán los meses, los años, pero no el dolor.

Creo que eso también lo tenemos claro los dos.

 

Culpa, crimen y castigo.

Por una vez no voy a echarme la culpa.

No.

He decidido parar momentáneamente. Hasta que vuelva a tener otro cortocircuito neuronal.

Esta vez no es mi culpa, y no va a volver a serlo.

Serás tú quien no tenga las ganas, ni la fuerza, ni la valentía necesaria y suficiente para correr ahora. Para escapar, para besarme en cualquier esquina.

No seré yo el que se esconda, ni cuente los días, ni mire con el corazón detenido los horarios del tren. No voy a esperar más en ninguna estación, ni pienso guardarme los abrazos para ninguna habitación de hotel.

Carretera y manta, y el cielo lleno de estrellas que ya se han burlado lo suficiente de nosotros. Y, es que, tarde o temprano surge una nueva cumbre borrascosa que no podemos escalar, otro palo que salta a las ruedas de nuestras bicicletas, otra gota de sangre que mancha tu vestido blanco.

Todo se acaba torciendo, deformando ante mis ojos y nunca soy capaz de ponerle remedio. Falta capacidad de reacción y sobre todo mucha acción.

Pero esta vez, de verdad que no. No estoy dispuesto a quedarme a un lado y ver las carreras desde las gradas, ni a quedarme con el premio de consolación si es que todo esto se trata tan sólo de tener una jodida copa de latón en la estantería.

Igual es que tengo que afilar de nuevo las garras y los colmillos con los que solía pelear.

Igual es que tengo que aullar y abrazar a la luna más fuerte.

Igual es que tengo que ser para ti refugio y ciudad.

Soy un crimen, bendito tu castigo.

Lo único que quiero es hacer siempre el amor por encima de la guerra.