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Temor en los huesos.

Toda esta rabia e impotencia me consume. Sangre manchando las aceras, salpicando. Sangre que segundos antes iba por su cauce natural y que de pronto se derrama sobre el suelo que pisamos habitualmente.

Barcelona llora, nosotros te secamos las lágrimas.

Es lo único que podemos hacer.

Cuanto más horror más ganas de abrazarte en silencio. No puedo evitarlo.

Veo el desastre desde la corta distancia que nos marcan esta vez los kilómetros. El mundo no deja de ser un lugar hostil día tras día y no hago más que darme cuenta de lo que perdemos el tiempo en lugar de vivirlo. El enfado a la mínima, la discusión que no aclara nada, el llenarnos de ponzoña a nosotros mismos sin remedio.

Veo la tragedia y puedo imaginar el dolor, la mezcla de emociones de los que trabajan para que podamos cerrar los ojos tranquilos cada noche, el horror del que ve caer a alguien a su lado.

Tanta agitación, tanta inmediatez. Toda esta locura de conocer cada segundo lo que pasa se nos está yendo de las manos. Mezclamos conceptos, temas, lo batimos todo con diversas ideologías y demagogia barata y lo tenemos todo. El cóctel perfecto para que todo esto se alimente. Un poco más de odio en el tintero, que siga llenándose el saco. Sigamos dado de comer al monstruo de debajo de la cama con nuestras pesadillas.

La catástrofe toca de nuevo a la puerta: Barcelona, Finlandia, Alemania… Oriente medio. La sangre se vierte igual, las vidas se van igual, las imágenes duelen igual.

Yo no quiero vivir con el temor en los huesos, ni mirar a mi espalda a cada rato, no quiero culpar al velo ni al turbante.

Al final todos queremos lo mismo: paz. La calma que nos permita conciliar el sueño sin problemas.

Cuando el espanto me invade pienso en ti y en las ganas que tengo de que llegue el invierno para poder meterme bajo una manta con un libro entre las manos y que nos leamos el uno al otro.

Cuando la adversidad se instala en nuestros días pienso en todo lo que queda por delante, y entonces sólo puedo lamentar las vidas perdidas, llorar el sufrimiento de los que se han ido y de los que se quedan con un agujero en el alma.

Cuando la angustia lo llena todo y las calles se llenan de daño y tormento; cuando el mundo es suplicio, desolación y purgatorio llega la primavera y vemos crecer una flor.

Esperanza.

Vida.

Amor.

Que no nos lo quiten.

[No tenim por, tenim cor.]

Los gatos y el agua.

Di un par de golpes al reloj de muñeca, mirando la esfera blanca en medio de la noche. No funciona, otra vez. Había debido gastarse la pila. El reloj marcaba las once y treinta y dos, no sabía si de la noche o de la mañana. Lo cierto es que no había mirado la hora en todo el día, y ahora las manecillas ya no se movían como lo hacían antes, con una cadencia determinada, se habían quedado estáticas. Sonreí en la oscuridad, estirándome sobre las sábanas que me protegían desde siempre de fantasmas invisibles en los que me negaba a creer. La ironía me parecía divertida y casi perfecta. El segundero estaba quieto, inmóvil y en cierto modo me recordaba a mí mismo. Parado y con la necesidad de un impulso que me hiciera caminar de nuevo hacia adelante. Con veintisiete años sólo había trabajado unos cinco meses desde que acabé la carrera, al menos en algo que tuviera que ver con mis estudios. Sobrevivía a base de tocar el piano en un local cerca de la Plaza del Real, un local de gente de clase media que quiere buena música mientras se toma sus gintonics de Hendrick’s. Patricia no se había quedado a dormir aquella noche, apenas se quedaba, no le gustaba ese piso enano que tenía en el Born. Un piso viejo y que necesitaba alguna que otra reparación pero en el que estaba instalado desde que llegué a Barcelona por primera vez, hacía ya nueve años.

Suspiré viendo al Coronel Rubio subido a mi cama, durmiendo a pierna suelta. Ese gato se coló en casa hace un par de meses y no se despegaba de mí. Un gato callejero que ahora era prácticamente mi mejor amigo, al menos quien más tiempo pasaba conmigo. Yo no elegí el nombre,  Patricia siempre había sido muy de jugar al Cluedo, y siempre quería que yo fuera el Coronel Rubio para elegirse a la Señorita Escarlata, como si fueran a tener un romance o algo así. Como si el juego fuera de eso, manda huevos. Le pasé la mano por el lomo y me miró arrugando su pequeña y rosada nariz. Nunca le gustaba cuando le molestaba, y menos en sus horas de sueño. En eso debía admitir que se parecía en algo a mí. Que me dejaran tranquilo era uno de mis pasatiempos favoritos.

Estiré el brazo para mirar la hora en el teléfono móvil, el reloj digital de la pantalla del iPhone me devolvía unos números blancos que indicaban que la madrugada estaba en pleno apogeo. Las tres y cinco. Al menos había dormido algo, últimamente tenía un sueño ligero y lleno de pesadillas, como si estuviera inquieto por algo que aún no sabía definir con exactitud. Me senté en el borde de la cama, dejando que mis pies acariciaran el suelo de madera un rato antes de acostumbrarse al frío, y me acabé levantando para asomarme a la ventana. Abrí una de las hojas de madera y di un par de manotazos al aire hasta dar con el paquete de tabaco de la mesilla de noche. Encendí un cigarro mientras dejaba que el aire fresco entrara en el piso, el gato me miró con mala cara. Había llovido, y ya se sabe lo que dicen de los gatos y el agua. No son buenos amigos. Como yo y el trabajo. No nos llevábamos bien.

 A pesar de las horas, en la ciudad condal siempre había movimiento, una urbe en constante ebullición, y observé a uno de los camiones de la basura recogiendo los desperdicios de todos los vecinos de la calle. Probablemente acabaría teniendo que pedir trabajo de basurero al Ayuntamiento, porque estudiar Historia no me había servido para mucho más que para morirme de hambre. Me pasé una mano por el pelo y di otra calada al cigarro, soltando el humo con lentitud, como si no tuviera prisa, como si me diera igual dormir una hora menos o una más. Que es verdad. Cogí el teléfono y miré si tenía algún whatsapp sin responder. Patricia se había conectado por última vez hacía media hora. Demasiado tarde para ella. Tiré de nuevo el teléfono sobre la cama y al segundo sentí el pelaje suave de mi acompañante felino en las piernas, llamando mi atención. Cogí al gato y le acaricié la cabeza, recordando que mi madre siempre dice que los gatos odian que se les acaricie a contrapelo.

–Deberíamos volver a dormir. –dije como pude, con el cigarro sujeto por la humedad de mis labios. –Mañana será un día largo. –Por no decir en voz alta que sería otro día largo, tedioso y aburrido.

Al menos sería jueves, y los jueves siempre tenía que sentarme frente a un piano y deleitar de alguna forma al público. Mi amigo de cuatro patas saltó de nuevo sobre el colchón y se acurrucó en la parte de la almohada que yo solía dejar libre. Apagué el cigarro contra la repisa de la ventana y cerré. Con los pulmones más sucios y la mente despejada ya podía irme a dormir tranquilo una noche más.

Uno menos, otro más.

La lluvia amortiguaba sus pasos sobre el pavimento, el barri Gòtic de noche parecía tenebroso, las torres-campanario de la catedral de la Santa Cruz y Santa Eulàlia emergían de entre las sombras como si tuvieran vida propia. El ruido y el agua le venían bien para ocultarse entre la gente que volvía a sus casas, dejando las estrechas y peatonales calles desiertas. Paso tras paso, evitando los charcos, evitando hacer más ruido y caminar más rápido que lo haría cualquier otra persona a aquellas horas de la noche. Todavía no eran las diez, pero la tormenta hacía que la gente buscara refugio en sus hogares antes de lo habitual. El agua fresca de Abril le daba en la cara, haciendo que se secara los ojos con el dorso de la mano de vez en cuando. Seguía a un hombre de estatura media, de piel morena y pelo oscuro, un par tatuajes asomaban por su cuello, le daban un aspecto algo fiero sin que llegara a llamar la atención. Por su forma de caminar parecía tener algún problema en la rodilla derecha, cojeaba levemente, con un ritmo parecido al del compás de tres por cuatro.

Alzó la vista para fijarse en las cámaras que había instaladas por las calles. Jodida Barcelona. Suspiró brevemente, aprovechando para quitarse un par de mechones de pelo de la cara. Ya se había empapado por completo, pero no por eso iba a dejar de cumplir con su cometido aquel día. Metió una de las manos en la chaqueta, haciendo como que buscaba algo, a refugio en un pequeño balcón que paraba la fuerza del agua. Sacó la pistola con silenciador, una nueve milímetros que serviría de sobra para lo que había venido a hacer. El hombre se detuvo en un portal pequeño, cuyas puertas estaban pintadas por un graffiti que no debería ni tan siquiera llevar ese nombre, un par de letras mal hechas habían servido para satisfacer algún ego de delincuente juvenil. Con tranquilidad caminó hacia el hombre hasta ponerse a sus espaldas y apretar el gatillo con un dedo enguantado justo cuando abría la puerta. La nuca recibió el proyectil a quemarropa, y aprovechó así la inercia del cuerpo para que cayera dentro del patio, y seguir su camino. Guardó el arma con disimulo en el bolsillo interno mientras el olor a pólvora quemada se le incrustaba en el nervio olfatorio y también en la memoria. Uno menos. Otro más. Se repetía.

Al doblar la siguiente esquina se resguardó en otro portal, y tomó aire durante unos segundos. Pensó con calma cuál era ahora su mejor opción. Metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar sin prisas bajo la lluvia, observando el suelo, observando sus propios pasos sobre la superficie desgastada por el paso diario de miles de turistas. Se negó a pensar en lo que había hecho para que la culpa no asomara aquella noche. Sacó el teléfono y marcó el número de siempre.

–Eliminado.

–Aprendes rápido, Espectro de Seda.

Odiaba que le llamara así, Espectro de Seda nunca había sido uno de sus personajes favoritos de Watchmen, pero calló y colgó intentando borrar la risa críptica que siempre se escapaba al otro lado de la línea después de que la llamara de esa forma. Tiró el teléfono en la siguiente alcantarilla y siguió de vuelta a casa. Una ducha caliente le esperaba para borrar todos sus pecados.

Uno menos. Otro más.


El anterior es un fragmento de una novela en gestación.