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Y sin embargo, se mueve.

La conciencia es otra de esas capacidades del ser humano que algunos tienen muy desarrollada y en otros parece inexistente. Hay quien es capaz de arrebatar una vida sin un ápice de remordimiento y quien ni siquiera es capaz de esconder que ha suspendido un examen sin que se le caiga el mundo encima.

Somos seres curiosos, ilógicos e inexplicables.

Y muy defectuosos.

Yo ni siquiera sé leer bien los mapas del tiempo, ni acabo de entender de qué va todo eso de la bolsa. Soy torpe con los desconocidos y me hago pequeño cada vez que recibo una burla aunque sea desde el cariño. Mi niño interior, el gordito, empollón y tímido, siempre se acaba resintiendo, siempre acaba saliendo para recordarme que puedo tropezarme, que mi autoestima puede caer en picado en cualquier momento. Que el exceso de ego, esa instancia psíquica de la que hablaba Freud, desaparece tan pronto como vino.

Y sin embargo, se mueve sonrío.

O lo intento.

Estamos llenos de pequeños errores que debemos tratar de corregir.

Estamos repletos de discretos arañazos que van haciendo mella en la coraza y nos acaban por derrocar de nuestro falso trono. Cometimos la equivocación de creernos los elogios, de hinchar el pecho, de creernos guapos, jóvenes y con posibilidades; pero hemos sido siempre cuerpos viejos y enjutos repletos de prejuicios, miedos y que se despiertan cada noche por culpa de las pesadillas.

Quizá es hora de dejar claras nuestras prioridades, de caminar y decidir sin que nos tiemblen el pulso y las piernas.

Quizá es el momento idóneo para elegir quién sí y quién no, y saber qué piedra tenemos que quitar en primer lugar para que caigan todas las demás y poder dejar la asfixia atrás.

Quizá ya no debo hablar de ti, ni de nosotros, porque vuelvo a estar solo ante el peligro y los designios.

En el fondo me importa poco si Galileo pronunció esa recordada frase, pero algunas veces también siento que me señalan diciendo:

-Está muerto.

Y yo susurro:

-Y sin embargo, se mueve.

La patria eslava.

Psicología humana.

A diario.

A todas horas.

Es curiosa esa forma de hacer como que nos preocupamos por los demás mientras estamos socavando su autoestima. Nos preocupamos por su aspecto físico, por sus relaciones, por su modo de vida, por sus decisiones. Opinamos sobre cada uno de los pasos del prójimo, y también (cómo no) sobre cada una de esas veces que decide quedarse inmóvil.

Y, en el fondo, lo único que estamos haciendo es criticar.

Criticamos sin criterio, sin apuntar, disparando al aire sin atender después a si damos o no en el blanco, por si herimos, por si hacemos sangre. Dejamos que las palabras salgan de nuestros labios, a veces sin filtrar, sin reflexionar ni medio segundo, como si no importaran en absoluto, como si no fueran valiosas. Somos capaces de hundir y ensalzar con frases, sin necesidad de nada más. Igual que nuestro entorno nos metió ideas obsesivas sobre el mundo y nosotros mismos cuando éramos pequeños, y por eso estamos todos llenos de complejos y vergüenzas que nos da miedo confesar. Por eso cuando estamos solos nos hacemos pequeños y nos encogemos bajo las sábanas, y cerramos los ojos con fuerza esperando a que vuelva la luz. Por eso cuando nadie nos ve nos quitamos la ropa, los plásticos y las mentiras, y nos quedamos desnudos de verdad, contra nuestro propio espejo, contra nuestra propia alma. Sin escudos, sin esa máscara que nos colocamos todos al enfrentarnos al mundo con tal de intentar sobrevivir.

Quizá el problema es que no sabemos cómo decir las cosas, nos falla la expresión y las formas. Quizá es que venimos del único lugar del mundo donde no hay árboles y por eso no tenemos palabras para nominarlos. Somos hijos del pantano que roban términos de otros idiomas para explicarse.

No me gustaría que me pasara contigo lo de usar las palabras en tu contra, en la nuestra, lo de no ser consciente de que cada una de las cosas que decimos tiene peso e importancia.

No me gustaría creer que somos juntos sin serlo.

No me gustaría no ser capaz de transmitirte lo que quiero.

No me gustaría perderte para siempre.

No me gustaría enfrentarme a mí mismo sin cogerte de la mano.

No me gustaría (ni me perdonaría) hacerte daño sin darme cuenta.

 

Bienvenida a mi otoño.

Debemos dejar atrás esas épocas de sentirnos envoltorios vacíos, de pensar que sólo somos otro fraude, de imaginar que las personas están mejor sin nosotros.

Porque rara vez es cierto.

Todo esos pensamientos de inferioridad, de creernos menos, de sentirnos diminutos frente al resto están dentro de nuestra cabeza y la mayor parte del tiempo los demás no lo comparten. Digo la mayor parte del tiempo por no decir nunca.

Pero qué puedo hacer cuando me siento tan poca cosa, cuando no puedo dejar de compararme, cuando pienso que en realidad soy lo último que necesitas a tu lado. Qué hago cuando todavía no me quiero lo suficiente como para hablar de verdad y sin miedo de todo lo que estoy guardando para ti.

Tengo tan marcado a fuego que no merezco nada, que puedo conformarme con poco, que debe ser suficiente con lo que los demás quieran darme.

Llevo tan adentro la culpabilidad, el castigo, y esa sensación de que no puedo ser feliz, de que tengo que contentar siempre a los demás antes que a mí mismo.

Y ahora empieza a estar todo lleno de hojas secas por el suelo, de viento en las calles, de faldas al vuelo, de cabellos despeinados, de corazones temblando. Y todo parece un problema. Se hace antes de noche, nos sentimos más solos y no hay nadie para consolarnos. Ni palmadas en la espalda, ni palabras de ánimo, ni sonrisas que te tranquilicen durante más de veinticuatro horas seguidas.

Nos toca volver a preguntarnos dónde están aquellos primeros días del verano donde todo parecía ir bien, aunque fuera más una sensación que una realidad frente a nuestros ojos.

Nos toca volver a dejar que se enfríe el café mientras pasa el vendaval y volvemos poco a poco a nuestro sitio.

Quizá estamos así porque aún no te has dado cuenta de cuáles son mis verdaderas intenciones.

Quizá es que no crees que todo lo que digo que siento pueda ser real.

Quizá es que estás viéndolo todo con el prisma equivocado.

Quizá te quieres tan poco a ti misma como me quiero yo.

Quizá es que aún no entiendes que soy solución y no problema en tu vida.

Será falta de autoestima.

Desde que tengo uso de razón, la mayor parte del tiempo, he querido ser otra persona. Ya no hablo de habitar otro cuerpo (eso sólo me pasa desde que cumplí los cinco años). He querido ser alguien distinto, con otra cabeza, que no piense ni actúe de la forma en la que lo hago yo.

Me sigue pasando a día de hoy, y supongo que me pasará siempre.

Yo no sé en qué momento comencé a exigírmelo todo, a tener que saber, entender y hacer más que los demás. Yo no sé por qué me obligué a estudiar hasta que me doliera la sien, a leer por las noches hasta tener los ojos rojos, a escribir hasta ser capaz de contar algo que valiera la pena. Yo no sé por qué tenía que llegar siempre el primero a todas partes y salir el último. Por qué tenía que marcar más goles, sacar más nota en los exámenes, ser el mejor músico de mi clase.

Duele tanto, duele tanto tratar de comprenderlo todo, de entenderlo todo. Dejarse en último lugar, que los demás vayan siempre por delante. Porque al final es lo que hago, porque al final me preocupo más por cualquier persona que me diga buenos días que por mí mismo, porque da igual. Porque el dolor lo arrastro desde siempre y va conmigo. Porque al final estaré bien, sobreviviré a cualquier cosa, sobreviviré a la mayoría de lo que me suceda.

Porque tienes que ayudar a los demás, no ser egoísta, ponerte en su lugar.

Y me definieron tan bien la marca que separa al bien y el mal, lo que puedo y no puedo hacer, hasta dónde puedo llegar, porque tu libertad acaba donde empieza la de los demás.

Yo creo que lo de ser así de idiota no tiene solución, que con eso nadie va a ayudarme, que no hay quien pueda hacer que cambie.

Será todo falta de autoestima, de buscar la aprobación de los demás. O que soy gilipollas directamente.

[Igual la fiebre y la falta de sueño son culpables de todo esto.]