Las luces se encendían una a una, tras las ventanas de los edificios de enfrente, como si fueran luciérnagas, permitiendo ver lo que había detrás de algunas de ellas. Un café reposaba ya frío sobre la tapa del piano, durante unos minutos, de la taza salía un fino hilo de humo que se mezclaba con la densidad del tabaco negro que descansaba en forma de cigarrillo estilizado sobre su labio inferior. Mientras, sus dedos se deslizaban casi sin pensar por las teclas, abusaba de las alteraciones y de los semitonos pero, como casi siempre, no le importaba porque estar sentado delante de su Steinway le permitía dar rienda suelta a la imaginación. La música puede con todo si se lo permites, sólo debes dejar que los dedos busquen las notas, sólo debes consentir que los acordes te guíen hasta el final del camino. Y la mayoría de las veces lo hacen. La última nota acabó en estruendo, justo cuando llamaban a la puerta con una intensidad inusitada. Patrick Thomas Barker levantó las manos del instrumento y dio una calada al cigarro antes de apagarlo, mientras se apresuraba a abrir la puerta. No esperaba visita, rara vez recibía visitas, y su camisa arrugada y arremangada hasta el codo, los tirantes caídos a ambos lados de la cintura y el sudor empapando su frente no dejaban lugar a dudas sobre su soledad.
-Barker, me tienes harto con el dichoso piano. – El vecino de enfrente tenía unos veinte años más que el policía. Era un tipo alto, que pasaría de sobra los cien kilos de peso, con unos brazos forjados seguramente de trabajar como estibador de bodega en el puerto. El Señor Friedrich vivía allí mucho antes de que él llegara al edificio. Barker se trasladó cuando le cambiaron de oficina, aquel era un barrio humilde pero con buenos servicios. Eran pisos antiguos y llenos de una humedad que sería difícil de combatir durante el invierno. El sueldo como agente de la policía sólo le había permitido hacerse con uno de ellos a buen precio después de que la señora Lockhart, su anterior propietaria falleciera, y la familia quisiera deshacerse de la vivienda con rapidez. – Un día voy a entrar y voy a destrozarlo con un puto martillo.
-Señor Friedrich, disculpe. No era mi intención molestar.
-No era mi intención molestar. -El hombre trató de imitar su voz- Siempre con la misma excusa. Como vuelvas a tocar a estas horas te juro que te echo al perro a la cara. -El Señor Friedrich tenía un rostro iracundo como expresión normal, lo que suponía que sus enfados todavía parecían peores que en cualquier otra persona. Su cara cambiaba de tono hasta un rojo intenso, y las mejillas prominentes que salían sobre su barba estilo prusiano parecían bombillas incandescentes.
Desde la puerta de su piso Barker escuchó la voz de una mujer:
-Papá, ¿puedes parar?
La mujer apareció, Patrick calculó que era un par de años más joven que él, tenía un cabello oscuro y unos ojos del color de un campo de trigo recién segado a principios del verano.
-Voy a quemarte ese piano cuando te descuides. – Friedrich acompañó la amenaza con un dedo que apuntaba fijamente a la cara del policía, se dio la vuelta y caminó respirando con pesadez hasta su casa. -No pierdas el tiempo con este idiota, Raina.
Cuando el Señor Friedrich se adentró de nuevo en su casa lanzando improperios al aire, su hija se encogió de hombros observando a Patrick.
-Te pido disculpas por el comportamiento de mi padre, a veces pierde el control. Duerme poco últimamente, trabaja mucho y eso le pone de mal humor. -Hizo una pausa- Pero tiene razón en que no deberías estar tocando a estas horas.
Barker miró su reloj de muñeca y abrió los ojos sorprendido, no sabía el tiempo que había pasado sentado delante del piano.
-No me he percatado de la hora. No volverá a suceder. ¿Puedo invitarte a un café?-preguntó el policía, en un torpe intento de pedir disculpas.
-Mejor mañana. -dijo ella, sonriéndole por primera vez.
-Mejor mañana.- asintió él- Buenas noches, Raina. -Ella caminó los escasos cuatro pasos hasta su casa y desapareció tras cerrar la puerta.
Barker se quedó de pie, bajo el dintel de la puerta durante unos segundos, observando la puerta de los Friedrich. Era la primera vez que se encontraba con Raina, ni siquiera sabía hasta ese momento que el Señor Friedrich tenía una hija. Quizá también hubiera una señora Friedrich a la que todavía no conocía, o quizá también otros hijos. Apenas había llegado al edificio y ya tenía un vecino que quería dejarlo sin dientes. Entró en el piso de nuevo, y buscó el tabaco para encenderse otro cigarro, sentándose en una de las pequeñas ventanas del salón que daba a la calle. Tenía una vieja taberna bajo la casa, que siempre generaba un murmullo constante, y unas escalinatas metálicas a través de las cuales siempre subían algunos gatos a saludar.
Aquella noche soñó con Raina, soñó que atravesaba campos de trigo sin detenerse, mientras el café frío seguía sobre la tapa del piano.
El detective Barker abrió los ojos sintiendo una punzada en la sien y un dolor que se extendía por todo su cuerpo. Había pasado el tiempo suficiente para que el paisaje urbano hubiera cambiado por el de una habitación de hospital. Las paredes de azulejo blanco y la luz del sol entrando por la ventana le obligaban a cerrar los ojos con fuerza.
Continuará.