La psicodelia nos envuelve en forma de pantallas, palabras y nuevos miedos sin necesidad de drogas, o quizá por culpa de todas ellas.
Etiquetas, diagnósticos y falacias.
Hemos creado un universo a nuestra medida, en el que podemos arrimarnos cada día al árbol que más sombra da sin que pase nada, sin que se nos fundan las bombillas por culpa de la alta tensión.
Chaqueteros, mentirosos, desertores.
Modificamos nuestro pensamiento cada vez que suena la alarma del despertador, y ya no hay convicciones, ni sentido común, ni pilares robustos en los que basar nuestro ideario.
Desleales y deshonestos.
Todo vale para llevarnos por el mundo como un rebaño de ovejas idénticas sin criterio.
Nos hemos transformado en esa sociedad insulsa y maleable que aventuraban algunos escritores a principios de siglo XX.
Somos la masa perfecta para que vuelvan a crecer el odio y la rabia en forma de hongos que nos pudran desde dentro.
Y me pregunto si hay manera de detenerlo, si existe algún botón que nos permita parar el tiempo para poder mejorar el futuro que nos espera, para intentar comprender qué ha pasado, qué necesitamos cambiar, qué podemos hacer.
Nos rodean banderas y populismos de colores, y descerebrados que hablan delante de micrófonos con grandes altavoces, gente que aún cree en razas y etiquetas con el mismo tufo que llenó Europa y el resto del mundo de sangre durante décadas.
Y aquí seguimos mientras se deshacen los polos, se acerca el Sol y se esfuman las especies en extinción.
Inmóviles y sin herramientas.
Marchitos por dentro,
sin ser capaces de salvar a la animadora ni de salvar al mundo.