Ha caído la luz otro lánguido domingo por la tarde, y una luna de sangre brilla en el cielo en un día de muertos demasiado raro. Hay más cansancio que ganas en la piel a estas alturas, y pocas respiraciones por minuto.
Me gustaría asomarme a la ventana y gritar tu nombre por si estás escuchando y, de pronto, te apetece venir a acurrucarte junto a mí en el sofá.
Todavía no hace frío en las calles pero siento que tengo estalagmitas de hielo por detrás de las costillas, y que llegan hasta el fondo, que se clavan sin remedio, derramando sangre que sigue, inocente, goteando contra el suelo de cerámica.
Estoy en ese momento en el que no quiero que dejes de hablar, en el que que espero que sigas llenando mis oídos de ideas nuevas, de versiones diferentes de cada una de las historias que he escuchado mil veces en otras bocas.
Estoy en ese momento en el que la única droga que me gustaría probar son tus labios.
Y es un milagro.
Sentirme así después de todo.
Después de un año, o años, de mierda.
Después del dolor y las cenizas.
Y las noches de insomnio y sudor.
Y de cerrar los ojos y que nunca estuviera aquí.
Ahora va todo a otra velocidad, y siento que me estoy abriendo en canal otra vez, dejando que todo salga, flotando en medio de esta incertidumbre que nos abraza hasta asfixiarnos.
Pero la verdad en todo este asunto es que me rodea una calma tan extraña como la que reina durante el toque de queda.
Y miro por la ventana pensando en lo que diría si pasaras por delante.