Languidecen los días a mayor velocidad de la que lo hace mi ánimo, que ya es decir. En octubre las horas comienzan a esfumarse en apenas un par de pestañeos, de pronto llega la noche barriendo las hojas y las sensaciones y nos encierra en nuestras casas.
Pasamos del calor al frío en unas horas, como nos pasa con según qué personas.
Algunas veces siento que los latidos se amortiguan dentro de este río cada vez más seco que me recorre por dentro, y que me estoy convirtiendo en hueso viejo, quebradizo, que se deshace hasta cuando alguien intenta acariciarlo con cuidado.
Prisionero de mi propia cárcel, condenado de manera perpetua por mi propio tribunal del jurado.
Navegamos tantas veces fuera de nuestro alcance, mirando el Universo, creyendo que podremos llegar a tocar cualquier estrella que brille ante nuestros ojos, con nuestro traje y nuestra nave preparada para el hiperespacio. Pensamos en todo lo imposible cuando no somos capaces ni de lidiar con lo que tenemos más a mano, nosotros mismos, y nos vamos escondiendo por temor a conocernos de verdad.
Y que no nos guste lo que descubrimos.
Soñamos tanto que apenas nos queda tiempo para vivir en una realidad que nos espera lista siempre para darnos golpes bajos y dejarnos tendidos sobre el ring.
Supongo que me gusta imaginar porque puedo verte en medio de la noche caminando hacia a mí.
Supongo que me gusta imaginar porque puedo respirar la brisa del mar mientras te abrazo por la espalda.
Supongo que me gusta imaginar porque siento tu boca de nuevo dándome los buenos días.
Supongo que me gusta imaginar porque estoy menos roto.
Pero después abro los ojos y se me revuelve el estómago, de pensar que nunca vas a estar aquí de nuevo.