Hace tanto calor en las calles que se están quedando pegajosas la piel y la esperanza, y se va derritiendo el espíritu en medio de la incertidumbre que crece desde las alcantarillas, esa que se acaba transformando en las gargantas hasta dejarte sin respiración.
Maletines a la fuga y cerebros ausentes.
Se está quedando un futuro más negro que nunca.
Pero hoy he visto el mar y he vuelto a pensar en ti.
La herida que no cierra.
Como si alguna vez te hubiera besado amparado por la espuma de las olas y la brisa, como si hubiera notado la arena mezclada con la sal al acariciar tu piel desnuda, como si hubiera visto algún día el reflejo de la marea meciéndose en tus pupilas.
Pero da igual, lo cierto es que algunas personas y sentimientos se difuminan tan bien con el paso del tiempo que es como cuando la lluvia borra las manchas de café del suelo. Otras, sin embargo, dejan marca como la sangre seca en una sábana.
Una mancha que molesta y no puedes quitar.
Y lo único que puedes hacer es tirar lo que no te sirve y comprar algo nuevo.
A veces siento que me encuentro en una eterna despedida, y que nunca acabo de cerrar la puerta, que soy incapaz de girar el pomo, dejar de mirarte y apoyar la espalda contra la madera y caer hasta el suelo con un suspiro de tranquilidad. Pero lo cierto es que estoy en una pantalla tan lejana que no entiendo por qué de vez en cuando apareces en mi mente con una imagen difusa y en la que poco queda ya de ti. Sé que sólo son mis demonios jugando conmigo, buscando de nuevo un momento para reírse de mí.
Pero ahora sólo quiero brindar con ella.
Y convertirme en aire para prender su fuego.
Y recorrer sus cicatrices como si fueran caminos que no existen en los mapas.