Paella los domingos.

Los domingos de buen tiempo siempre recuerdan a esos días en familia, de aperitivo a mediodía, con las gotas resbalando por los botellines marrones de la cerveza fría recién puesta sobre la mesa, el mantel de cuadros que se va salpicando de manchas de unos y de otros y acabará en la lavadora cuando acabe la tarde.

Y es imposible no recordar a tu abuela preparándolo todo para hacer paella. La valenciana, no uno de esos otros inventos modernos.

Esa imagen va ligada a la sensación de bienestar y tranquilidad de pasar tiempo con los tuyos, de saber que todo va bien aunque vaya mal, de reír, de contar anécdotas e ir creando otras nuevas.

La nostalgia que evoca la imponente imagen de estar todos alrededor de la mesa grande, de ver quién come directamente de la paella y a quién le toca hoy comer en plato, de preguntar quién quiere vino del barral, quién cerveza y qué refresco querrán hoy los más pequeños de la casa. Junto a las ensaladas debe haber almendras fritas con sal que llegan casi directas de los almendros del abuelo, y ajo arriero.

De pronto necesito, quemarme la espalda después de haber estado más tiempo al sol del que debería y pasarme la noche quejándome del roce de las sábanas.

Necesito escuchar que no puedo bañarme en la piscina sin haber hecho la digestión y tirarme de cabeza cuando nadie me vea.

Necesito un vaso de leche fría para merendar y coger la pelota para marcar un gol por la escuadra mientras todavía llevo el pelo mojado y me roza el bañador.

Y ahora, de pronto, pensándolo bien, me siento diminuto viendo cómo entra el sol de soslayo en mi salón.

Sin vino de casa, sin nadie más que la música de los vecinos que resuena entre mis paredes.

Sin paella los domingos.

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