Ha cambiado la luz de la tarde porque vienen las tormentas y me golpean en el pecho los truenos que crujen contra las ramas de los árboles. El mundo no ha dejado de dar vueltas cada vez más rápido desde que te fuiste y menos mal, porque pensaba que el tiempo se había detenido, y sólo era que estabas sujetando fuerte mis riendas como si yo fuera tu caballo de guerra, permaneciendo siempre fiel y a la espera de la batalla junto a ti.
Pero algunas batallas no las debemos luchar.
A veces tenemos que volvernos a casa para poder sobrevivir, aunque nos cueste un tiempo lo de dejar de enrollarnos en las sábanas y llorar contra la almohada.
A veces nada sana más que el calendario y las canciones.
Y un café helado en la terraza sin esperarlo.
He paseado por la playa con la mente en blanco y las nubes cada vez más negras.
La vida se ha vuelto caótica e impredecible, y yo he decidido regalarme un poco de paz en medio de tanto ruido externo, he aprendido a ir curándome desde dentro a base de agua salada y escozor.
El dolor tampoco dura para siempre, se va difuminando y deja hueco para nuevas aventuras. Abre caminos dentro del pecho para poder ir tomando direcciones distintas, para ir buscando la salida del laberinto de puro músculo que llevamos bailando tras el esternón.
Y ya no vuelvo atrás.
Porque hay caminos que no quieres mirar de nuevo, sólo necesitas quemarlos con Napalm para que nadie pueda sufrir lo mismo que sufriste tú.
Y seguir caminando.
Y dejar que la lluvia te moje y te desdibuje con la noche como mejor aliada.
Y acabar sonriendo como si no hubieras mirado nunca a los ojos del abismo mientras en el cielo, entre los edificios malgastados de la ciudad, un relámpago te da las buenas noches.