Como el fuego.

La sensación vívida de permanecer sudando en la habitación mientras las sábanas y otras cosas todavía se pegan a la piel. Resfriarse después de abrir la ventana y que entre un viento más frío del esperado, igual de frío que algunos amores que se quedaron atrás por razones de peso.

Apartar personas como si fueran libros de la estantería y meterlos en cajas por falta de espacio, y que acabe creciendo moho entre sus páginas por culpa de la humedad y el abandono en plena oscuridad.

Olvidar las escenas de las películas que le gustaban y sus canciones favoritas.

Olvidar llenar las copas de vino tinto.

Olvidar las luces tenues, la calidez de un abrazo tumbados en el sofá.

Todo es un proceso de deconstrucción y aprendizaje constante, de ir restando todo aquello que un día sumaste, de aprender a que las piedras que masticas no te pesen en el estómago. Poco a poco va quedando menos ropa en la mochila y entra más aire en los pulmones con cada inspiración profunda.

El camino bajo tus pies se va haciendo más largo y ya no alcanzas a ver los distintos finales de la historia. Escuchas los aullidos de los lobos y te unes a los tuyos en la distancia, sintiendo arder el pecho algunos días.

Se abre el horizonte.

Se repite el ciclo de la vida, del agua, de Krebs.

Se esfuma el día y  llega la noche.

Y es que como con el fuego, todo se acaba apagando.

También tú.

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