He parado el motor, estoy suspendido como polvo del desierto en medio de todo este viento, dejándome llevar hacia aquellos lugares en los que suenan voces de sirenas.
Ya nada duele, ya nadie puede hacerme daño.
No me importan los días grises, los gritos, los recuerdos que arañan por dentro.
Todo da igual.
El reloj avanza y yo también, y las grietas siguen en el mismo sitio de siempre sin cerrarse por completo.
Voy con la camisa abrochada hasta arriba por la vida, pero ya no siento esa opresión que me quita el aire, ya no está presente esa preocupación eterna que me quita el sueño por las noches. Me ha dado por escuchar punk mientras pateo las calles cuando la gente está volviendo a casa antes del toque de queda y ya no se ilumina el asfalto por la luz del sol.
Y cada vez creo menos en el sistema y en las personas.
Una decepción tras otra tienen la culpa, y tú un poco también.
Ya no tengo fe en que las cosas puedan ir bien, en ningún sentido.
El ser humano ha demostrado una y otra vez a lo largo de la historia que puede empeorarlo todo, como aquel 10 de Mayo de 1933 en que los nazis hicieron una pira en la que quemaron 20.000 libros y el mundo se fue un poco más al garete.
Lo bueno es que a estas alturas de la película en blanco y negro, en la que me hallo inmerso, no tengo nada que perder, salvo un poco de dignidad y orgullo.
Y no hay nada que produzca más paz que saber que estás tan vacío que sólo puedes comenzar a llenarte poco a poco.
Imagino que ahora siento la misma calma que debió sentir Miguel Ángel hace quinientos doce años cuando comenzó los frescos de la Capilla Sixtina.
La calma incierta de no saber el desenlace de la historia que tienes entre manos.