Un silbido sobre una melodía simple de guitarra y el aire caliente agitando las cortinas de las ventanas abiertas. Las calles todavía permanecen calmadas, casi en silencio salvo por las voces de unos niños que juegan con su madre en la acera, trayendo reminiscencias de aquellos días de verano en los que jugabas a las canicas con la piel morena, las manos manchadas de polvo y las rodillas peladas de haberte tirado al suelo en un partido de fútbol en el que fingías estar compitiendo en la final del Mundial de Francia 98.
¿Recuerdas aquellos días?
Yo no.
He borrado la mayor parte de mi infancia como mecanismo de protección y sólo tengo recuerdos puntuales, y casi todos en los mismos sitios y de la misma gente. Dicen que con el paso de los años la memoria va recuperando episodios.
Apenas recuerdo los días de playa, ni el tacto de la arena entre los dedos pero sí el sabor de la tortilla que llevábamos dentro de la nevera portátil.
No recuerdo el día que tomé la primera comunión pero sí mentirle al cura diciéndole que iba a misa todos los domingos. Nunca fui (me confieso, y pido aquí y ahora perdón por el engaño).
Miro la mayoría de días como cuando me quito las gafas, no veo nada claro hasta que lo tengo demasiado cerca como para poder reaccionar.
Y siempre llego tarde y mal.
Soy la entrada fuera de tiempo que destroza la canción en pleno directo.
A pesar del borrón de recuerdos no me importaría volver a ver aquel partido contra Bulgaria, aquella victoria abultada que era una derrota clara, de las que dejan un sabor metálico en el paladar y tensan las fibras musculares de todo el cuerpo.
Y es que creo que a mí me pasa igual que a nuestra selección en aquel inicio de Mundial, acabo ganando cuando ya no importa que lo haga, acabo obteniendo resultados cuando ganar y perder ya significa lo mismo y no hay diferencias.
Acabo sonriendo cuando no hay nadie para verlo.
Como ahora.