Mari Paz. Segundo piso, puerta 7.
“Ni la juventud sabe lo que puede, ni la vejez puede lo que sabe”.
José Saramago
7.45 AM. Como cada mañana los ojos se me abren de golpe, sin necesidad de despertador ni de alarmas. Benigno sigue roncando, ajeno a mí y a la luz blanca que empieza a colarse por la cortina. Nunca me han gustado las persianas, y menos ahora, que bastante tenemos ya con esta sensación de claustrofobia al obligarnos a estar confinados en casa por culpa del coronaviris este. La que ha liado… Señor, la que ha liado. Todo va tan rápido… Nosotros, que sufrimos la represión de la posguerra y sobrevivimos a racionamientos y a varios estados de excepción aquí, en esta misma España que ahora parece tan lejana. Y de nuevo, el miedo corriendo más deprisa que cualquier razonamiento.
Dieciseis días llevamos ya recluidos en este piso sin pisar el asfalto, y creo que esto va para largo, mucho más de lo que dicen en las noticias y desde el Gobierno. Que por cierto, dicho sea de paso, no me creo nada de estos, que son todos iguales, una panda de descerebraos, interesaos, mentirosos e insensatos, que siempre creen que los tontos somos nosotros, los que luego vamos y los volvemos a votar. O sí, no sé, quizá sí lo seamos. Tontos de remate. Y a pesar de todo, divinos tesoros los de la libertad y la democracia.
Recuerdo, como si fuera ayer, el día que murió Franco. Yo cumplía justo los dieciocho y estuvimos celebrándolo durante tres días seguidos. Un país entero, hasta entonces reprimido y escondido, salió de golpe a llenar y hacer bullir las calles. Los rojos. Los nacionalistas. Los anarquistas. Sindicalistas. Feministas. Maestros y maestras comprometidos con la verdad. Homosexuales. Intelectuales y poetas. A partir de ahí, todos los hechos de mi vida se precipitaron.
Fue entonces cuando conocí al que sería mi compañero de destino y de viaje, Benigno, dos años mayor que yo, estudiante de una pionera, por aquel entonces, carrera informática, y que en poco tiempo se convertiría en todo el mundo que yo quería conocer y recorrer.
Nuestras citas y salidas eran casi siempre de tres, él, yo y mi madre de carabina, que se mantenía a los metros justos para permitir que corriera el aire entre nosotros. Aunque, de vez en cuando, el deseo ganaba la partida y sin saber cómo, conseguíamos burlar su atención escapándonos un par de horas a algún motel del centro.
A los veintitrés me quedé embarazada de mi primer hijo, lo que hizo que nuestras familias nos obligaran a casarnos, hecho que, lejos de ser un problema, fue una maravillosa liberación para los dos. Mi Alejandro, cuarenta años cumplirá el mes que viene, y espero que para entonces podamos celebrarlo todos juntos: mi marido y yo, nuestros tres hijos más, mis nueras y mis nietos.
Ojalá.
Me levanto con cuidado, no quiero despertar a Benigno, últimamente está perdiendo oído y tenemos que hablarnos a gritos. Es agotador. El paso del tiempo es cruel y más ladrón que cualquier político, consigue que pierdas cosas que antes ni te dabas cuenta de que estaban ahí, como la memoria, los amigos, el oído, la vista y hasta las ganas.
Cargo la cafetera italiana y la pongo sobre la vitrocerámica. Mientras sube el café me asomo por la ventana de la cocina que da al patio de luces, a estas horas aún reina el silencio en la escalera. Me he acostumbrado a estirar el cuello y mirar hacia arriba, hacia el cielo. Aunque no se vea nada más que la misma ropa tendida desde hace cinco días y alguna que otra nube perdida.
Silencio. El silencio es lo más raro que se puede oír en esta comunidad de locos con una psicóloga de inquilina, escritoras románticas con vocación suicida, veterinarias sin mascota, prostitutas pastilleras, yonkis con mono de vida, americanos enamorados con aires de libertad… y así seguiría… porque otra cosa no, pero a lectora empedernida no me gana nadie, y mi Benigno, desde que se jubiló, sustituyó su trabajo por hacerse experto en piratear cualquier tipo de aparato electrónico, y todas las redes wifi que se le pongan a tiro. Total que, gracias a él, hace ya bastante tiempo que sustituí el Sálvame por cotillearle los ordenadores a mis vecinos. Al principio me daba vergüenza ajena pensarlo. Luego ya les vas conociendo y hasta les coges cariño.
—¡Paquitaaaaaaaaa! —El grito que se escucha por la ventana es de Olvido, la loca de los gatos del primero, llamando a la única amiga de verdad que tengo en este edificio. Solo con ella puedo hablar de cosas nuestras, de las de antes de esta era del reguetón y redes sociales. Y más aún desde que murió su Manolo, y ella, aunque crea que yo no lo sé (como todos) se dedique a trapichear con medicamentos y pastillas que se sacan con enchufe y con receta médica; o con ingenio, ni lo sé ni me importa, porque de algo hay que comer, digo yo.
El grito me ha sobresaltado y ha conseguido, de paso, despertar a Benigno, que sale de la habitación y viene hacia la cocina desorientado, rascándose la barriga. Y ya era hora, vaya, que se me ha ido el santo al cielo y ya son las diez y media, y si me descuida tengo que ponerle un vermú en vez del desayuno.
Preparo la mesa, dos tazas de café y unas magdalenas recién hechas de ayer, que mi nuera vino a traernos y nos dejó en la puerta. “Somos de riesgo” por la edad, que como decía antes, no trae nada bueno.
Después de terminar el “branch” que diría mi nieto, que estudia en un colegio bilingüe, seguimos nuestra rutina diaria y hacemos una videollamada con cada uno de nuestros hijos; casi una hora en total hablándoles con una pantalla de por medio. Qué cosas esto del wasap, conversamos y nos vemos ´virtualmente¨ ahora más que nunca.
12.00 AM. Me iba a poner a cotillear, pero vuelve a escucharse un ruido, ahora atronador, por el patio de luces, voy a asomarme a la ventana y otra vez el mismo grito: —¡Paquitaaaaaaaaa! —Solo que esta vez proviene del fondo de mi garganta.
«Me da igual la cuarentena y las órdenes de alejamiento, tengo que bajar corriendo y comprobar si sigue respirando», pienso. Abro la puerta y bajo atropelladamente las escaleras, son solo dos pisos. En el rellano del primero la puerta de Olvido está abierta… me asomo y la veo tirada en el suelo, no sé si está muerta… luego lo averiguaré. Ahora es más urgente para mí ir a socorrer a Paquita.
Acerco mi oreja a su cara, no respira. Hay un charco de sangre alrededor de su cabeza… no soporto seguir viendo este espectáculo dantesco. Me subo a casa a recluirme con mi Benigno. Pobre Paquita, quién o qué le habrá hecho esto…
Si mi madre viviera, diría que esto con Franco, no pasaba.
Y es verdad… no podría.
Escrito por Eva López.
Twitter: @EvaLopez_M
Me ha encantado!! En estos tiempos leer buenos relatos es necesario,nos entretiene y saca de esta cruda realidad
¡Muchas gracias! Intentamos que sirva de entretenimiento durante estos días.
Muchas gracias, me tienen a la espera de capítulos 😁
En breve se resolverá todo 😉. ¡Gracias por leernos!
Chulísimo Eva! Qué grande eres. Todo lo que tocas, cobra una luz especial, tu luz. Sigue escribiendo amiga. Gracias por invitarme a leerte.