Tragaluz (Parte 15)

Pepa. Primer piso, puerta 3.

“Las leía para aprender lo que debía pensar, no para pensar por mí misma.” – Tara Westover.

Era de noche, y pese haber estado un buen rato al teléfono con Carmen (mi tarotista de confianza) nada me calmaba, aquella tos no me dejaba tranquila. Solo era tos, me repetía como un mantra, ni fiebre, ni nada, solo tos. Aún así todo se me echaba encima, los nervios, los recuerdos y la ansiedad.

Decidí salir a la calle, me puse un abrigo de lana y sentí como su peso me envolvía igual que un abrazo amigo. Quince días sin ver a mis amigas del club de lectura… no es que fuéramos íntimas, pero resultaban un soplo de aire fresco.

Ellas todo el día mandándose mensajitos por teléfono y leyendo un libro en formato electrónico, porque claro algo que tuviésemos todas en casa ¡pues un ebook!, pero la antigua de Pepa no tiene ni ebook, ni móvil, ni internet, ni nada de nada. Así que se queda sola y amargada, encerrada en su casa.

Bajé con sumo cuidado las escaleras, menos mal que vivía en un primero, mis rodillas no eran lo que fueron antaño. Cuando atravesé el portal y sentí el aire de la noche acariciándome la cara, casi se me saltaron las lágrimas. Anduve con cuidado, casi arrastrando las pantuflas por los adoquines, en esta finca las ventanas tenían ojos. Cuando estuve lo suficientemente lejos alcé la vista. Las luces del ático estaban encendidas.

¿Qué hará la escritora despierta a estas horas? Supongo que lo que hacemos todo el mundo en esta época de aislamiento, sobrevivir… Mierda, la yonki, qué repelús me da, aunque también me da un poco de pena, desde que se marcharon sus hijas parece más alterada.

Decidí esperar a que pasara de largo. Estaba tan colocada que ni si quiera se dio cuenta de mi presencia, hablaba para si misma y repetía: “joder, Paquita”.

Ay, Paquita, ¿qué has hecho ahora?

A la mañana siguiente me dolía el culo de pasar tantas horas sentada en el sofá. La casa se me echaba encima. Sentía como las paredes, llenas de recuerdos, acechaban y amenazaban con estrangularme poco a poco. Me levanté, harta de la programación alarmista que echaban por la tele, ya podrían haber echado el tarot por la mañana, ¿no querían teletrabajo?

Solo deseaba salir de casa, aunque perteneciera al famoso “grupo de riesgo”. Recuerdo como mis ojos se desviaban sin yo pretenderlo hacia el reloj colgado en la pared de la cocina y contaba las horas para que llegase la noche. No había manera, el tiempo aquella mañana transcurría más lento que de costumbre.

Qué aburrimiento. Debería haberme instalado el internet ese cuando las chicas del club de lectura me lo dijeron, ellas hablando por mensajitos todo el día y yo aquí, más aburrida que una ostra. O internet, o un perro para bajarlo a la calle a pasear, es la excusa perfecta. Cuando esto acabe o me instalo internet o me compro un perro. Qué ilusa soy, si esto acaba…

“Pepa, que ilusa eres”, su voz aguda y alegre, como la de un pajarillo, me vino de golpe a la mente, y yo que estaba andando en círculos por el salón del piso, me paré en seco y disfruté ese instante de melancolía.

Siempre me había costado estar en casa desde que mi mujer falleció. Llevábamos casadas casi diez años, de novias más de treinta, cuando todavía nos miraban mal por la calle por ir juntas de la mano y nos gritaban groserías… qué vergüenza pasaba yo. Pero ella, me cogía de la mano con más fuerza todavía y me decía “qué les den Pepa, anda y qué les den”. A veces hasta me plantaba un beso delante de la gente y marchábamos corriendo entre risas.

Recordaba la risa de Miranda envolviendo las paredes de la casa, solo quedaban fotografías y su vieja bata de enfermera colgada en mi armario. Nunca fui capaz de tirarla a la basura. Lo peor fue verla marchitar en aquel cuarto pequeño que daba al deslunado de la finca, hasta para eso fue generosa, no quería morirse en nuestra cama. En aquel entonces todavía me dolía entrar a aquel cuarto.

Miré de nuevo el reloj, otra vez, sin quererlo. Ni si quieran eran las 12 del medio día.

¿Y si cojo la baraja del tarot y le echo las cartas a algún vecino? La modelo joven parece simpática, o Ezequiel, el chico de enfrente, aunque no acaba de gustarme ese perro que tiene. Mejor me quedo sola y luego subo a ver a la ornitóloga a ver si le apetece que le eche las cartas a alguna de sus cacatúas.

Acepté que ningún vecino me iba a entrar a sus pisos y me dirigí a la mesita del salón para echar las cartas a algún vecino, aunque no estuviese presente, como si jugara al solitario. Dispuse las cartas y me imaginé que era una tarotista y que mi clienta era Paquita. A ella le hacía falta que le echaran las cartas desde luego. Me levanté para adoptar el rol de Paquita y le di la vuelta a la primera carta.

La carta de La Torre, la encarnación de lo complicado y el conflicto, una carta que significa amenaza. Entonces escuché los ladridos del perro de Ezequiel y gritos que provenían de las ventanas del deslunado de la finca. Fui corriendo hacia la ventana que daba al patio interior, me asomé con la trágica carta en la mano y vi el cuerpo inerte de Paquita tendido en el suelo. La muerte la alcanzó antes que la advertencia.

Escrito por Blanca Boscá.

Twitter: @letrasydelia

Instagram: @letrasadayin

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