Augusto Francisco. Quinta planta, puerta veinte.
Quizás nos damos cuenta demasiado tarde de lo realmente solos que estamos.
–Me he quedado sin papel.
Mi voz resonó por la estancias vacías de la casa que, por alguna extraña razón, heredé de mi abuela. Quién diría que en realidad todos aquellos paranoicos que fueron a saquear la zona del papel higiénico, de hecho, estaban en lo cierto. Nunca una suscripción gratuita había dado tanto de sí, y mucho menos la genial idea que habían tenido los italianos de hacerse con la versión premium de Pornhub.
Yo no tenía mucha afición por la decoración ni por las tendencias. Apenas me gustaba la limpieza o la cocina. Lo único que traje de mi anterior domicilio hacia mi nuevo regalo, fue el ordenador de sobremesa y una maleta pequeña con la ropa. Sabía que la maldita vieja lo había hecho en un último intento de enmendar toda la mierda de persona que había sido en su vida. La mierda de madre que había sido para su padre, aquel teniente coronel del que tan orgullosa se sentía, incapaz de demostrar ningún tipo de sentimiento que no fuera ira o furia cada vez que yo me portaba mal. Cuando llegué lo único que cambié fueron los portarretratos. Simplemente les di la vuelta en un triste intento por olvidarme de la familia, pero dejando claro que mi abuela nunca ganaría.
Cuando me di cuenta que me había quedado sin papel miré mi mano manchada de blanco lechoso y pensé que nunca lo había probado. Me relamí. Puse cara de asco y escupí al suelo.
–Menos mal que yo nunca tendré que hacerlo.– Ni tú ni ella, perdedor. Resonó una voz en mi cabeza. Torcí el gesto molesto y terminé de limpiarme la mano en la camiseta. Había decidido que durante el encarcelamiento no me pondría los pantalones porque total, ¿para qué? Lo único que tenía conectado en la casa era el router. No había lámparas y con las persianas bajadas todo cobraba un aspecto lúgubre y fantasmagórico que parecía sentarle bien a mis piernas desnudas.
–No tengo comida. – En el frigorífico apenas quedaban dos trozos de brócoli mohoso en el fondo del cajón de las verduras que había comprado en un intento de comer sano. Pensé si rascar el moho y comérmelo. ¿Sabrá como el queso azul? Menos mal que el congelador seguía lleno. Pero no sabía cocinar lo suficiente como para usar nada de lo que quedaba. Paquita me había ofrecido comida el otro día. Un tupper con lentejas. Con malditas lentejas. ¿A quién le gustan las lentejas? No podría haber traído una lasaña, quizás su famoso conejo al ajillo, pero no, un maldito tupper hasta los bordes de lentejas. Seguro que era porque nadie quería su maldita comida. Seguro que absolutamente nadie la quería e iba buscando la aprobación de los demás con cualquier regalito.
–Maldita zorra.– Sí, pero bien que te gusta mirarle cuando se emperifolla para ir al bingo o para bajar al bar. Volvió a sonar aquella voz. –Cállate.– Que abres la puerta para oler un poco de su perfume y poder tocarte a gusto.
La voz fue interrumpida por un ataque de tos y una mancha de sangre en mi mano. La verdad es que había estado tentado de llamar varias veces al número que me habían dado pero, ¿para qué? Para quién.
–Para quién. –musité sin apenas esperanza.
Me senté en el sofá de cuero orejero de mi abuelo, en el que tantas ocasiones él se había sentado para tomarse su vermú, o su copazo de whisky mientras despotricaba de los malditos rojos, de sus batallas en el frente y de aquella vez – siempre tornándose la cara más roja y los ojos más vidriosos – que miró de frente al enemigo y disparó. Aquellos imbéciles se dedicaban a cavar siempre sus propias tumbas. E instantes después se quedaba dormido. Mi cara se vio levemente iluminada por la pantalla de su móvil, era muy raro recordar el día en el que mi abuelo se suicidó y vino mi madre anegada en lágrimas a mi habitación para gritar que Lolita se había muerto. A nadie le importaba el abuelo. Al parecer María Dolores era la única santa de la familia. La misma María Dolores que zurraba a sus nietos cuando lloraban y podían así despertar al señor de la casa. La misma María Dolores que enseñó a sus padres que las niñas se visten como princesas y los hombres como personas de bien, como españoles, como su abuelo, el hombre que salvó a la nación.
–Doce mil – exclamé con el mínimo de expresión– y nadie de este maldito edificio.
Sentí una extraña y lujuriosa sensación recorriendo mis entrañas cada vez que pensaba en la muerte de alguno de mis vecinos. Mascullaba y dejándome llevar, en mi mente iban apareciendo las imágenes de cada uno de ellos: de aquella tonta que se pensaba que nadie la veía cuando salía por la noche, del idiota del perro que juraba que ahí fuera no había cómo contagiarse por darle un paseo, de la loca de los pájaros que andaba todo el día por las nubes y no dejaba de dar la brasa a sus vecinos con el tema del cóndor, que si el cóndor esto, que si el cóndor aquello, ¡señora! Es una maldita ornitóloga, existen miles de pájaros en el mundo y usted erre que erre con el maldito cóndor. La pija que seguía pensando que tenía al mundo a sus pies y que vivía en una película de Amenabar cuando no llegaba ni a ser el extra en una de Almodóvar. El fotógrafo, já, me desesperaba el maldito fotógrafo, que se quedaba días “editando” sus fotos y apenas usaba los valores de contraste al máximo y el HDR sin tener ni idea de dónde estaban los puntos de saturación, y tenía los cojones de enseñar sus últimas “obras” como si fueran joyas del mundo de la luz.
No hablé con nadie pero los tenía a todos vigilados. Me quedé mirando fijamente el marco de las fotos mientras seguía mascullando el odio que le tenía a mis vecinos y desdeñando sus ridículas vidas.
Sonó el timbre. Fui a mirar por la mirilla y ahí estaba Paquita. Tenía otro tupper entre las manos y mantenía la sonrisa fija. Corrí a ponerme un pantalón y le abrí la puerta. Olía a croquetas y no hice caso a nada de lo que me estaba diciendo. Apenas dije gracias, casi le arranqué de las manos el tupper antes de cerrar la puerta. Unos minutos después de que me sentara y probase la primera croqueta oí un sonido sordo. Me giré un segundo hacia la puerta, como no oí nada más, me encogí de hombros e instantes después cogí mis cascos y me puse a escuchar música.
Escrito por Alejandro León.
Twitter: @Mentrat