Hablar es fácil.
Al final únicamente consiste en elegir palabras, colocarlas una detrás de otra, y darles cierto sentido para que el receptor entienda nuestro mensaje.
Hablar es tan sencillo como efímero, y muchas veces lo que decimos se evapora con el primer soplo de aire del día, con el último aliento de la noche.
Salen tantos vocablos de nuestras bocas de los que después nos arrepentimos, frases que al pensarlas de nuevo cambiaríamos por completo, letras que pondríamos en otros lugares. Se nos llena la garganta de verbos, adjetivos, nombres y adverbios de todo tipo, y después nos quedamos parados.
Somos mucho de decir y poco de hacer.
De quejarnos más que de solucionar problemas.
Siempre he tratado de ser honesto conmigo mismo y con el resto, y por eso la conciencia baila en calma cuando mi cabeza roza la almohada, aunque tenga el pecho destrozado y la coraza no me deje respirar.
Hablar es tan sencillo que permite no comprometerte con nada, pasar de puntillas por las promesas y los juramentos que pronuncias.
Hablar es tan fácil que ya no puedo creerme tus palabras, ni tus te echo de menos, ni tus te necesito, ni tus te quiero.
Porque yo he sido más de acción que de oración, más de hacer que de esperar sentado, más de demostrar con gestos todo aquello que grito y pronuncio que de quedarme parado mientras la gente y el tiempo pasan a mi alrededor.
Un día esperé a que soplara el viento y corregí las velas, y agarré el timón.
Y me fui alejando, dejando atrás tierra firme, besos, abrazos y más de una canción.
Y ni siquiera preparaste tus alas, esas que cosimos juntos a tu espalda, ni miraste en mi dirección.
Hablar es fácil, sólo espero que un día aprendas a volar de verdad.
El único regalo que quería no puedo tenerlo.
«Quién iba a decir que sin carbón no hay reyes magos.»