Hay silencio y palabras escritas pero ya nadie nos recuerda.
No existimos más que por el dolor que queda y nos adormece las manos.
No existimos más que por el nudo en el pecho y el tic en el ojo, y el rictus serio que se ha dibujado en nuestros rostros después de todo.
Tenía tan claro que llegaría el futuro contigo, tanto como quien tiene claro que el sol saldrá todas las mañanas aunque su corazón deje de latir un día, tanto como quien sabe que la sangre mancha el mantel y las camisas.
Pero siempre tiene que llegar la decepción para recordarnos que estamos vivos, para despertarnos todos los sentidos, para romper la cáscara y dejar que nos golpeemos contra el suelo.
Yo no hago más que pensar y viajan hasta mí:
Fechas.
Aromas.
Palabras.
Besos.
Lecturas.
Canciones.
Enfados.
Mentiras.
Perdones.
Abrazos.
Razones.
Y los libros con tu firma que tengo en la estantería.
Yo no hago más que contar mis errores cometidos, no hago más que recordar tu risa tibia una mañana cualquiera de invierno, lo frías que tienes siempre las manos, lo poco que te gusta escuchar los sermones de los demás y que no te puede faltar el café solo con el primer cigarro del día.
No hay consuelo ni tras la escarcha ni tras el fuego.
Ni en otros labios, sexos, ojos.
Ni en otras casas.
Por eso regreso siempre al futuro en el que nos tenemos, y tú te levantas siempre antes que yo para ducharte y me das un beso en la frente apenas consciente. El beso en la frente del que se preocupa siempre y cuida, y quiere proteger al otro de todo lo malo que hay en el mundo y fuera de él. Exactamente lo que yo pensé después de la primera botella de vino que compartimos solos.
Por eso, regreso siempre al futuro en el que nos tenemos y nunca más nos perdemos.
Y sonrío con la idea mientras me seco las lágrimas.