Qué difícil, ya no el olvido sino mitigar el dolor en sí mismo. Esa punzada candente que comienza en el esternón en medio de la noche despertándome y se extiende hasta llegar a la punta de unos dedos que no pueden olvidarte.
No han conseguido acallarlo ni las cervezas ni los abrazos de las amistades de siempre.
Prometo que me escucho, me estoy escuchando a todas horas, intentando ponerme el primero de esta pirámide, tratando de ser faraón y Rey Sol.
Me contengo, reprimiendo las ganas de hablar, tirando el teléfono lejos cuando pienso en tu nombre, cohibiendo los gestos de cariño espontáneos, controlando la mirada y la voz, serenando el pulso disparado.
Y aunque a ratos siento que se apacigua mi marcapasos interno y que consigo controlar la respiración, la tristeza no se va. Creo que le parezco cómodo y buena compañía, supongo que a ti también te pasaba. La siento acurrucarse dentro, por encima del hígado, hacerse hueco bajo la falda del diafragma para combatir el frío. La imagino como esos cachorros que se acercan a la estufa y a las mantas, y nunca quieren abrir los ojos.
El futuro es un completo vacío, porque cuando se esfuma la esperanza ya no queda nada.
Y seguimos caminando por pura inercia y obligación.
Sin rumbo, sin sentido, igual que el día que el destino nos unió sin saber muy bien por qué y nos deslizamos por nuestras bocas como el agua por las rocas.
Dicen que me voy a curar, la mayoría de ellos sin tener ni idea de lo que son de verdad las heridas.
Pero es que, digan lo que digan, yo sé que nadie va a verte como lo hago yo, ni a cuidarte, ni a entenderte, ni a buscarte.
Nadie va pensar en ti mejor que yo.
[Aunque todo esto lo cante mejor Ed Maverick.]