Me encantaba celebrar contigo la mayoría de triunfos. Las pequeñas victorias conseguidas parecían grandes gestas si después de una sonrisa me abrazabas y se te escapaba un beso en los labios.
Me encantaba llamarte por teléfono, escuchar tu voz, y que por un momento la vida me pareciera un buen refugio.
Y ahora da igual, la medalla de oro, el Nobel de la Paz, caminar por encima del bien y del mal.
Da igual que una desconocida de ojos azules quiera arrastrarte a su piso de Malasaña, te ponga de fondo la música que te gusta y te bese y te rodee con sus piernas como hacía tiempo que nadie lo hacía.
Da igual que huyas de su casa sin conocer su nombre ni su número de teléfono, y que Madrid te regale un amanecer frío, mientras se abre el cielo, que te ilumina los ojos y te hace temblar.
Da igual recorrer Callao y Sol sin nadie al lado, con Viva Suecia reventándote en los tímpanos y el corazón, mientras las calles sólo están despiertas para unos cuantos ingratos.
Da igual, absolutamente igual, porque conseguiste que estuviera muerto por dentro.
Y después de la muerte no hay nada.
Uffff, me morí al leerlo
No mueras, eso ya lo hago yo 😉