Como sociedad hemos fracasado.
Como personas también.
Hemos dejado que crezcan los fantasmas en el interior de los demás sin querer asomarnos, creando barreras que nos permiten estar contentos en nuestro pequeño mundo sin tener que compartir las penas ni las miserias, ni lo que de verdad nos aterra y nos aflige.
Hemos preferido convertirnos en seres perfectos que no muestran sus debilidades.
Hemos preferido ser armaduras de cota de malla para evitar heridas profundas y no nos hemos dado cuenta de que nos hemos deshecho las entrañas por completo con tanto veneno.
Una vida superficial dedicada a sonreír para las fotos y a beber hasta perder la coordinación y la conciencia para no pensar en el futuro, sin que parezca que tengamos claro que el futuro va a llegar por mucho que queramos vivir en un presente que sólo nos duele y nos vacía a cada paso.
Hemos borrado la empatía como borrábamos la tiza de la pizarra de la clase.
Hemos terminado con la bondad, con la amabilidad, con la solidaridad mientras hemos dejado crecer hacia dentro la rabia, la envidia y el odio como si fueran espinas que no podemos quitarnos.
Nos hemos desensibilizado tanto que hemos dejado de sentir pena por las cosas relevantes y hemos creado nuevos artefactos a los que poner en primer lugar.
Hemos dejado de prestar atención, hemos convertido lo esencial en invisible, hemos trasladado las emociones a un plano de fugacidad e inmediatez que no se sostiene.
Nos hemos convertido en perfectos infelices que nunca tienen lo que quieren.
Y yo sólo te quería a ti.