Algunas decisiones las tenemos tan claras que no nos tiembla el pulso al decirlas en voz alta. A veces estamos tan seguros de lo que pensamos, de lo que sentimos, de lo que decimos, que da igual lo que opinen los demás.
Importan bien poco los besos ilegales, las cárceles hechas de huesos, los planes perfectos que no van a llegar a ninguna parte, que van a quedar suspendidos en el tiempo mientras nos vamos cayendo a trozos tan rotos y desgastados como las viejas ánforas panatenaicas.
Antes podía reír creyendo que el destino me cambiaría de lado, me daría ventaja, me pondría en la última casilla, me entregaría sin problemas la mano ganadora de esta partida.
Y no ha sido así.
He caído en la cuenta de que la soledad es mejor que cualquier mala compañía y la esperanza es la peor aliada que he conocido nunca.
Es curioso cómo nada cura ni ayuda a olvidar, ni alivia el escozor en los ojos y en los cortes.
Es curioso cómo no puedo dejar de pensarte a pesar de querer mirar hacia otro lado.
Quisiera darte la espalda y que todo diera igual, empezar de cero sin necesidad de echar a correr, de morir un poco, de sangrar lágrimas que siguen llevando tu nombre y me disecan por dentro.
Tanta incomprensión no puede no dejar huella y hacer mella.
Tantas palabras calladas acaban construyendo pozos ciegos, entre el bazo y el hígado, de los que te conviertes en prisionero.
Tanta tristeza no debe caber en cuerpos tan jóvenes.
Estoy frente a mi cruz, de rodillas, y ya no sé pedir ayuda.
No habrá luz después de ti.