Respiro pero desde hace tiempo siento que no vivo.
No sé cuándo comenzó esta metamorfosis que me está llevando a ser de piedra, ni hace cuanto empecé a ser un cuerpo que se transformaba.
Poco a poco y sin darme cuenta han ido depositándose sobre piel y órganos los minerales adecuados para que vaya convirtiéndome en una de esas gárgolas que vigilan las ciudades, solitarias, desde las partes más altas de los muros.
En silencio y a ritmo lento he cambiado los papeles de esta obra de teatro que es la vida. He dejado de ser protagonista para ser un lejano espectador, ajeno a todo aquello que me rodea.
Han cambiado los vientos, y las veletas marcan ahora un rumbo que no esperaba.
Las sonrisas se han convertido en muecas que trato de camuflar.
Las risas suenan estridentes, como los ecos de las voces que habitan en los viejos sanatorios, memorias de locos más cuerdos que muchos matasanos.
Han vuelto a levantarse las barricadas cuando creía que habíamos conseguido tirarlo todo abajo, cuando estaba convencido de que habíamos librado las peores batallas.
Y quizá todo ha sido culpa, o cuestión, de que esquivabas palabras, abrazos y besos sin que yo me diera cuenta. Supongo que mientras caminaba a tu lado sólo podía pensar que volvería a salir el sol aunque estuviéramos metidos de lleno en el ojo de la tormenta.
Siento que se me van entumeciendo los miembros, y que la luz se va disipando en el mundo, y que ya no puedo moverme mientras tú te vas.
Al menos quedaré para el recuerdo, siendo un ser grotesco y oscuro, y cuando alguien eleve la vista, allí estaré siendo testigo de otro amor que se acaba antes de tiempo.