Lo que más me preocupa estos días no es el calor asfixiante ni tener que beber agua cada hora para no deshidratarme, ni que las nubes condensen la humedad y no acaben de descargar nunca sobre nosotros.
Era tan fácil decir que no me querías.
Tan fácil prender la pólvora, que todo saltara por los aires de una vez.
Definitivamente.
Y dejar que pasara el tiempo.
Intentar que se curaran solos, el corazón y el orgullo.
Y volver a montar el puzzle con las piezas que me has quitado para siempre y que nadie podrá volver a poner en el sitio.
Zafón lo sabía, o al menos lo escribió tan bien que lo parece:
«¿Sabe lo mejor de los corazones rotos? Que sólo pueden romperse de verdad una vez. Lo demás son rasguños.»
Lo demás no me escuece ya, ni echándole sal.
Perdí todas las apuestas en las que esperaba que recogieras tus cosas y vinieras conmigo, aunque fuera sin el dramatismo de las películas, sin lluvia mojándonos por fuera y por dentro, sin el beso en medio de la calle parando el tráfico.
Y ahora sólo soy un vaso vacío que la gente llena y del que bebe a su antojo, un espejismo, una estrella que ya se ha apagado y vaga sin que nadie la mire en una noche de cielo negro y despejado.
No supe ver que mi sitio nunca estuvo a tu lado, que sigo siendo demasiado pequeño, que todavía sueno a cuerda rota, a violín desafinado, que me he convertido en el periódico viejo que ya no tiene nada nuevo que contar, en el aburrido que no tiene nada nuevo que aportar.
Todavía no he aprendido a despedirme de ti.
Pero lo intento.