La hiedra tampoco se atrevió a trepar por tu cuerpo, no dejaste que cogiera raíz, no dejaste que me enderezara por tus piernas hasta llegar a tus labios, a mecerme para siempre, a quedarme dándote aliento, donde protegerte del viento y del invierno, donde protegernos de los finales.
Estamos llegando al derrumbe total, y me obligas a buscar de una vez mi sitio (que no es el tuyo), buscando un rincón en el que me abran los brazos y no me cierren las puertas, donde no lleguen los violines ni los aullidos, donde yo ya no escriba más frases para ti (que lees desde hace ya tiempo sin ojos de amante), donde no te necesite para estar tranquilo y seguir caminando.
Ya no hay contrapuntos, ni redobles, ni timbales que anuncien tu llegada en plena madrugada, ni besos con lengua, ni tus manos en la nuca pidiendo que nos quedemos escondidos contra la pared del pasillo.
Compartimos cama, andén, y noches en vela, gotas de sudor y de excesos, rituales en silencio, gritos a deshora, insensatez sin medida, todos los secretos, las joyas de la corona y triángulos que ni después de rotos hemos conseguido cuadrar.
Nos hemos quedado sin himnos, y me rompo, y el pecho se me encharca, y el corazón no late.
Sólo escucho música, y ya no puedo cantar.
Sigo en el mismo sitio, pero está claro que ahora tú eres distinto lugar.