Sin sentirnos realmente vivos vamos caminando por las calles y los mares buscando algo de luz, buscando un lugar en el que podamos dormir sin temor, donde seamos capaces de cerrar los ojos sin estar alerta.
En este angosto viaje ya me he perdido en tus caderas, en diversos mapas y novelas; también en carcajadas, abrazos y besos cada vez más torpes.
Y no sé si todo esto es por despiste o por méritos propios.
Hay parte de verdad en eso de que somos nosotros los que cavamos nuestra propia tumba, y yo nunca he tenido miedo de meterme en túneles y cuevas cada vez más profundas, no he tenido miedo de tocar la lava ni de quemarme los dedos con tu fuego, ni de enredarme por las mañanas con tu pelo y con tu sueño.
Y con tus sueños.
Los días parecen, en ciertos momentos, un desierto repleto de espinas que atravesamos descalzos y sin agua, y llegamos sedientos y magullados al final del mismo. Semanas eternas, meses interminables, vidas que parecen durar tanto como una cadena perpetua, sin nada que nos consuele lo suficiente, sin nada que nos llene como para tener ganas de sonreír con sinceridad, sin fingir el sentimiento ni las palabras.
Imagino las estrellas encendidas desde mi ventana, queriendo decirnos algo allí arriba, mandando mensajes que llegarán cuando nosotros ya sólo seamos polvo y formemos parte del pasado, y ya no quede gente que nos recuerde escuchando ninguna canción.
Sigo tumbado en el suelo esperando a que me levantes, que me tomes de los brazos y me impulses, que abras el grifo, me limpies tanto veneno y dejes que el agua me caiga sobre las ideas, que me transformes y me llenes los pulmones de aire y ganas.
Que sigas siendo el faro que me hace ver claro entre tanta bruma en mi cabeza, el rayo que lo aclara todo en medio de la nada, el viento en la cara de un día que parecía triste y acaba en tu cama.