El piano no deja de sonar.
Una y otra vez.
Un par de acordes y el mismo par de notas agudas.
No sé si es alguna tipo de mensaje que me envía Bach desde ultratumba, de una civilización extraterrestre o únicamente es mi cerebro diciendo que me estoy volviendo loco.
Lo malo es que suena bien, incluso después de un rato esa melodía me parece acogedora, me invita a quedarme, como el olor de tu pelo, como el útero materno, como una casa con perro.
Se repite cual bucle, al igual que un mantra o el día a día.
Se repite igual que algunos profesores año tras año, curso tras curso, charla tras charla.
Y no sé si golpear el piano o sentarme frente a él y lanzar notas al azar, sin saber muy bien si sonarán bien, si serán acierto o error.
No sé si lo que se espera de mí es que reaccione o haga lo mismo de siempre, que me quede parado escuchando o haga saltar las teclas, los botones de escape y los pequeños martillos por los aires.
No sé si lo que esperas de mí es que salga corriendo o me quede para siempre, que siga buscando sin encontrarte al otro lado del espejo, que te siga mirando con admiración y sorpresa, que el botón de los vaqueros me tiemble cada vez que te acercas.
No sé si lo que esperas de mí es que me acobarde, me aburra, me canse, me calle.
Pero te adelanto que no va a pasar.
El piano no deja de sonar.
Una y otra vez.
Y no tengo claro si nos está diciendo que estamos en el tiempo de descuento.
Y no hay prórroga ni penaltis.