Es curioso cómo el tiempo difumina algunas personas y algunos sentimientos, reduciendo lo que un día fue el centro de tu mundo a un simple insecto que se posa en el reposabrazos de un banco cualquiera del parque.
Y si lo piensas duele y alivia a la vez.
Es cruel pensar que, de pronto, alguien ha desaparecido para siempre de tus días y te da igual. Mientras se va borrando su rastro y su sonrisa, la memoria va arrinconando todos esos recuerdos que ya no aportan nada.
Y te libera de todo aquello por lo que un día te sentiste culpable. Te da la paz que necesitas para poder seguir avanzando. Porque no somos culpables de todo lo que nos pasa pero sí responsables de gran parte de lo que nos sucede. Ya me he dado cuenta de que somos tan malos encajando emociones como recibiendo golpes en una pelea callejera.
No queremos, no sabemos, no podemos.
Tan imperfectos, rotos y oscuros como esos cofres en los que al final hay un tesoro guardado.
Un día sale el sol y lo ves todo más claro, y casi consigues esa sensación extraña de ser alguien nuevo.
La persona con la que compartiste vida, cama y saliva ya no significa nada.
Por favor, que no me pase contigo.
No soportaría no poder recordarte.
Me encanta ese final a lo que parecía en principio una reflexión. Por cierto el arranque me recuerda mucho a un poema de César Ortiz Albaladejo (@cesarpoetry) en su libro «Infinita».
¡Enhorabuena!
Muchas gracias por leerme, me alegra que te guste. La verdad es que no he leído nada de César pero quizá debo empezar a hacerlo.