Noventa minutos.

Noventa minutos.

Un partido de fútbol dura noventa minutos. Ir más allá es demasiado para el corazón de un aficionado si estamos hablando de la final. Dos países esperando a proclamarse los mejores del mundo durante cuatro años, hasta que llega otro para arrebatar el trono.

Coloca el balón sobre el punto de penalti y respira hondo. Su gesto es serio, de concentración, aunque su respiración indica nerviosismo. Está en sus manos el título, o en sus pies, mejor dicho. Le dedica al portero una mirada de seguridad, que se desliza sobre la línea moviendo las piernas y los brazos en un intento de intimidarlo. El estadio ruge. Puede acabar con la agonía de la tanda de penaltis, dar una alegría a su país y a la afición.

Puede pasar a la historia, algo que todo futbolista quiere conseguir.

Observa los tres palos, piensa si quiere tirarlo con potencia o colocarla. Sabe que el portero espera que haga lo de siempre, baja, potente y a la izquierda. Su zona de confort, donde se siente seguro, un disparo certero. Se pregunta qué pasaría si buscara la escuadra derecha, si es arriesgarse demasiado.

Los segundos pasan y el árbitro se mueve a sus espaldas.

Sabe que no puede fallar, que si no va entre los tres palos o el portero detiene el disparo será objeto de burla y de insultos. Ningún futbolista puede permitirse eso, por muy bueno que sea.

Toma distancia de la pelota, mide dos pasos hacia atrás y uno a la izquierda, lo justo para poder impulsarse, golpear con fuerza, y ponerla justo donde quiere. Y, de pronto, la multitud del estadio se calla esperando el momento decisivo, un silencio atronador que hace que sólo sea capaz de escuchar sus latidos con fuerza. Clava la vista en el portero dispuesto ya a golpear el balón.

Tres segundos.

Dos segundos.

Un segundo.

—¡Arturo, la cena ya está en la mesa!

El estadio se diluye ante sus ojos y frunce el ceño, enfadado. Arturo coge el balón de reglamento que le regaló su padre hace cuatro años, lleno de rozaduras y con las costuras por los aires.

—Iba a hacer el tiro de mi vida. —grita hacia la ventana del segundo piso.

—¡Ni tiro ni tira, sube para arriba!

Las farolas se encienden más tarde cuando llega el verano y el niño observa el campo de tierra lleno de piedras y socavones. Arturo echa un vistazo a la portería vacía, con los tres palos mal pintados y oxidados, con la eterna duda de si habría podido marcar aquel penalti para llevarse el Mundial.

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