“Respira y noto su respiración,
habla y sueño con su voz,
Y con ella.”
Canción: Un suspiro acompasado, Robe Iniesta.
La lluvia siempre acompañaba en días como aquel, salí del coche hasta meterme por la puerta de Urgencias del hospital. Alcé la vista y me acerqué hasta información para preguntar.
―Buenas noches, ¿los paritorios? Mi mujer está dentro.
Y no me había dado tiempo a llevarla al hospital, aquello no me lo iba a perdonar en la vida. Yo que, durante el embarazo, había intentado estar pendiente de ella en todo momento, acompañarla a cada cita con el ginecólogo, ir a cada clase de preparación (porque para aquello debíamos prepararnos los dos), encargarme de todos los contratiempos, y ahora en el momento importante me quedaba atrás dejándola sola ante el peligro. Estaba de guardia y me había quedado a finiquitar un par de informes que ya llevaban unas semanas fermentando, a la espera de darles el visto bueno definitivo para enviarlos al juzgado. El bebé se había adelantado, no esperábamos que quisiera saludarnos tan pronto, faltaban aún cuatro semanas para las cuarenta. Para ser sincero, aquello también me preocupaba, aunque todo me preocupaba últimamente.
Después de seguir las indicaciones de la enfermera y de identificarme logré acceder a los paritorios y pude ponerme una de esas batas verdes desechables sobre la ropa y acercarme a Susana para coger su mano y disculparme con ella y con su madre. Los hospitales nunca me habían gustado, quizá por eso después de estudiar medicina decidí dedicarme a otras cosas. No tenía muy claro si había hecho bien en cambiar los quirófanos y la oportunidad de salvar vidas por la mesa de autopsias y descifrar los entresijos de la muerte, pero como decía mi abuelo: la vida está para equivocarse, y equivocarse bien; lo decía tan tranquilo desde la cama de la habitación que lo vio morir que supongo que tenía razón. Al borde de la muerte sólo pueden decirse verdades en voz alta porque ya no tienes nada que perder.
Algunos momentos marcan la vida sin que lo esperes, de pronto sucede algo que pone una cruz en el calendario. Suele coincidir con la vida y con la muerte, y mi historia giraba en torno a ambos acontecimientos, como la de la mayoría de seres humanos que conozco.
Un nacimiento y un entierro.
Susana murió y vino al mundo un bebé de treinta y seis semanas que necesitaba estar en la unidad de neonatos durante un tiempo, supongo que en una manera del Universo de compensar su ausencia, el vacío permanente que iba a dejar en mis días. Entré solo al hospital y salí más solo todavía. Desde aquel día, odiaría siempre los sábados y el mes de junio, y muchas otras cosas. Algunas veces no sabemos muy bien explicar cómo nos sentimos y simplemente nos cubrimos de un velo de indiferencia que nos llena el rostro de inexpresión, de frases cortas y muy usadas que sólo sirven para salir del paso sin que permitamos a los demás ahondar demasiado en nuestro estado de ánimo.
Me vi convertido de un día para otro en alguien de quien era obligado sentir lástima, convertido en el centro de las conversaciones en el trabajo, entre la familia y los amigos. Incineramos el cuerpo de Susana y casi no recuerdo lo que hicimos con sus cenizas. Entre las benzodiacepinas y el shock apenas podía procesar la avalancha de información que recibían mis sentidos, me sentía totalmente incapaz de nada, y acabé haciendo lo que hacía siempre que las cosas iban mal.
Aislarme, de todo y de todos.
[Continuará.]