Alma.

Debe existir algo más en la vida que moléculas, física teórica y neurotransmisores que expliquen todo el mundo que nos rodea y nuestros comportamientos como seres vivos, algo más allá, menos lógico, menos tangible que justifique por qué actuamos de determinada manera.

Debe existir un ente invisible que no se puede buscar ni en resonancias magnéticas ni en análisis de sangre, eso que algunos llaman alma pero sin que tengamos que darle ningún componente religioso o místico. Debe ser esa parte de nosotros mismos que nos permite analizar nuestros actos, decidir si actúamos de una u otra forma. Ese centro en el que se conjugan todos los sentidos y nos hacen vibrar, esa pequeña cueva en la que se acumulan las sensaciones, los sentimientos y nos proporciona el lujo de saber apreciar las letras, las notas de una canción, o la luz exacta del amanecer entre las ramas de los árboles. Eso que nos hace abrir la puerta de nuestro pecho a algunos desconocidos para que se acurruquen sin miedo contra nosotros, que nos concede el privilegio de ponernos a temblar al sentir una caricia, que nos saca una lágrima efímera al ver por primera ver la cúpula de Brunelleschi, que nos ata un nudo en el estómago al leer sobre los crímenes de guerra.

Algo que hace que sólo quiera mirarte a los ojos, besarte hasta quedarme sin aliento, cuidarte hasta que se acabe el tiempo.

Algo tan primitivo, tan etéreo, tan volátil como un te quiero pronunciado a oscuras en una fría habitación después del sexo.

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