Sólo hay eco.
En las calles y en tu cabeza.
Y nada más.
Los perros callejeros aún duermen, un botellín de cerveza nada por la alcantarilla y yo sigo en mi guarida, de la que creo que no debería volver a salir.
Pequeñas luces apagándose y encendiéndose en la penumbra de tu mente mientras aparece el sol con timidez entre las paredes de tu habitación. Sonidos y voces de vecinos que comienzan a elevarse tras los muros, y la sirena de alguna ambulancia que, ha quitado el sueño a más de uno y de una en el barrio, sigue el efecto doppler.
Tienes la mirada turbia y esquiva desde hace meses por no atreverte a hablar en voz alta, puede verse toda esa cantidad de palabras que se te atraviesan en la garganta, que te arañan por dentro dejando marcas que no van a irse, puede verse cómo viaja tu mente de una idea a otra sin que seas capaz de hacerles frente. Supongo que te estás preguntando si estamos preparados, y yo podría responderte pero no me quieres escuchar. Te da absolutamente igual lo que te diga, y te deja indiferente, y creo que hay pocas cosas tan mortíferas y venenosas como la indiferencia creciendo entre dos personas.
Porque, por si no lo sabes, la indiferencia se acaba convirtiendo en odio o en olvido, o en algo peor.
Explosión, desastre y luego, un silencio eterno.
Llegará ese punto en el que ya no se rozarán nuestras manos, ni compartiremos latidos ni besos, ni enfados, ni sonrisas.
Va a llegar.
¿Estás lista?
Porque yo no.
No creo que pueda estarlo nunca.