Psicología humana.
A diario.
A todas horas.
Es curiosa esa forma de hacer como que nos preocupamos por los demás mientras estamos socavando su autoestima. Nos preocupamos por su aspecto físico, por sus relaciones, por su modo de vida, por sus decisiones. Opinamos sobre cada uno de los pasos del prójimo, y también (cómo no) sobre cada una de esas veces que decide quedarse inmóvil.
Y, en el fondo, lo único que estamos haciendo es criticar.
Criticamos sin criterio, sin apuntar, disparando al aire sin atender después a si damos o no en el blanco, por si herimos, por si hacemos sangre. Dejamos que las palabras salgan de nuestros labios, a veces sin filtrar, sin reflexionar ni medio segundo, como si no importaran en absoluto, como si no fueran valiosas. Somos capaces de hundir y ensalzar con frases, sin necesidad de nada más. Igual que nuestro entorno nos metió ideas obsesivas sobre el mundo y nosotros mismos cuando éramos pequeños, y por eso estamos todos llenos de complejos y vergüenzas que nos da miedo confesar. Por eso cuando estamos solos nos hacemos pequeños y nos encogemos bajo las sábanas, y cerramos los ojos con fuerza esperando a que vuelva la luz. Por eso cuando nadie nos ve nos quitamos la ropa, los plásticos y las mentiras, y nos quedamos desnudos de verdad, contra nuestro propio espejo, contra nuestra propia alma. Sin escudos, sin esa máscara que nos colocamos todos al enfrentarnos al mundo con tal de intentar sobrevivir.
Quizá el problema es que no sabemos cómo decir las cosas, nos falla la expresión y las formas. Quizá es que venimos del único lugar del mundo donde no hay árboles y por eso no tenemos palabras para nominarlos. Somos hijos del pantano que roban términos de otros idiomas para explicarse.
No me gustaría que me pasara contigo lo de usar las palabras en tu contra, en la nuestra, lo de no ser consciente de que cada una de las cosas que decimos tiene peso e importancia.
No me gustaría creer que somos juntos sin serlo.
No me gustaría no ser capaz de transmitirte lo que quiero.
No me gustaría perderte para siempre.
No me gustaría enfrentarme a mí mismo sin cogerte de la mano.
No me gustaría (ni me perdonaría) hacerte daño sin darme cuenta.